Acabarán ustedes pensando que hago vida en los bares. Y no, o por lo menos no toda, pero es en ellos donde se cuece la vida. En esas estaba yo hace pocos días, tomando unas cañas acodado a la barra. Un par de metros allá se encontraba un grupo de ya no tan jóvenes, pasarían de los 30, quizás incluso de los 40, con síntomas evidentes de alegría etílica. Nada que no se pudiera soportar: risas, voces altas, bromas, ya saben, inicio de las fiestas navideñas.

Ocurrió de pronto. No sé si incitados por alguna imagen que apareció en la televisión sin sonido del bar, no sé si a causa de la conversación que mantenían, no sé si espontáneamente, empezaron a gritar todos al unísono "In-inde-independència". Ninguno de los latinos que poblaban aquel local del extrarradio les hizo el menor caso, continuaron jugando al dominó, comiendo enchilada y trajinando cubos de seis cervezas a siete euros. No alzaron una ceja. Yo, en cambio, me emocioné.

Estuve incluso en un tris de sumarme al cántico, si no lo hice fue porque las lágrimas amenazaban con asomar a mis ojos. Cuántos recuerdos, cuánta nostalgia, cuánto alcohol llevaba ya entre pecho y espalda. Hubo un tiempo en que el procesismo no terminaba un solo acto sin el inefable "in-inde-independència", ya fuera una sesión del Parlament, un partido de fútbol de solteros contra casados, un polvo rápido en un club de carretera o una paella gubernativa en la casa de Pilar Rahola en Cadaqués. El grupo de cuasiborrachuzos --con alguna cuasiborrachuza-- que, en la barra del bar, coreaba la ya viejuna consigna ante la indiferencia del resto de clientes (así como del mundo) sabía que estaba gritando tonterías, pero no importaba: se trataba de evocar unos tiempos ya lejanos, cuando todavía había quienes se tomaban en serio las patrañas salidas de la boca de los políticos catalanes.

Las modas cambian con rapidez, ya se sabe que el procés no es más que una moda y tres o cuatro años son una eternidad. Hoy ya nadie recuerda aquel primitivo "in-inde-independència", postergado al olvido por consignas como "els carrers (o los bomberos o los basureros o los árboles o lo que sea, tanto da) seran sempre nostres" o el emocionante "Lli-ber-tat; lli-ber-tat", que se grita a la vez que se aplaude rítmicamente cual parlamentario de la Bulgaria de los 70, para acto seguido embarcar libremente en el Audi hacia al chalé de la costa. Consignas que, a su vez, van a pasar de moda en el plazo de unas semanas, quizás ya estén out en el momento en que usted está leyendo esto. Sic transit gloria mundi, también para las antiguas y obsoletas consignas procesistas, de ahí el mérito de los que las gritan en un bar, aunque sea ayudados por el consumo desaforado de alcohol.

Es bonito. Es bonito que cánticos que un día quisieron utilizarse para separar hayan pasado a formar parte del acerbo cultural del borracho, junto a clásicos como "Asturias patria querida" o "A mi me gusta el pimpiripimpimpim". Los que hoy corean "In-inde-", etcétera, no están proclamando que deseen una Cataluña independiente, de igual manera que quien, bajo similares efluvios alcohólicos, se arranca con "Des de Santurce a Bilbao" no está anunciando que quiere hacerse pescadera. Simplemente se trata de canciones que un día estuvieron de moda y se rememoran hoy para recordar que un día fuimos jóvenes y, por tanto, fáciles de manipular y engañar. Canciones que ya sólo sirven de prólogo a lo que viene justo a continuación, que no es la independencia sino el cantar todos a coro los temas de las series de dibujos animados de nuestra infancia.