Hay concentraciones que las carga de veneno el diablo para escupirlo luego sobre los ingenuos. Ya saben, el Maligno está en todas partes, no conoce fronteras y no tarda en manifestarse. A veces se demora, pero siempre acude. La ponzoña le llegó a Oriol Junqueras, bajo las cuatro columnas de Puig i Cadafalch, para deleite de sus competidores y espanto de correligionarios a las puertas de elecciones. Hace unos años esa toxicidad salpicó también al presidente José Montilla en plena Gran Vía barcelonesa. Este fin de semana la fuente de la Cibeles ha contemplado cómo la multitud se divertía maldiciendo la estampa de Pedro Sánchez, exigiendo su dimisión.

En esos eventos multitudinarios el maniqueísmo ideológico lleva a etiquetar a personas y partidos de un modo dicotómico. Unos son declarados buenos, otros son clasificados como malos o traidores sin que medie una pizca de bondad o sentido común. Esas circunstancias suelen darse cuando los convocantes sienten la necesidad de atrincherarse negando la legitimidad del adversario político. A los radicales les va eso. No obstante, no hay que ser demasiado avispado para detectar las similitudes y coincidencias que se dan, por ejemplo, entre las performances de algunos independentistas catalanes y las de la derecha española enfurecida. En unas y otras son agitadas al viento y enarboladas banderas cargadas de simbolismo; se cantan himnos y canciones patrióticas cuyo objetivo es activar sentimientos de pertenencia; se anatemiza al adversario llegando, incluso, hasta el insulto; se predica que la nación está en peligro o la lengua ninguneada. Para redondear las coincidencias, los organizadores de las manifestaciones nunca dan por buenas las cifras de asistentes que notifican las autoridades competentes. Donde unos ven 1.000 otros cuentan 10.000. Pero más allá de estos apuntes, que pueden ser considerados como anecdóticos, concentraciones como las de plaza Colón, Palau Nacional, Cibeles o Sant Jaume suelen tener a medio plazo perniciosos efectos secundarios.

Albert Rivera estigmatizó y perjudicó como alcaldable a Manuel Valls a partir del momento en que le forzó a acudir a la plaza de Colón. En olor de multitudes, el entonces líder de Ciudadanos se vino arriba y creyó poder llegar a la Moncloa avanzando por la derecha. Erró el calculo y precipitó a su partido por la pendiente de la irrelevancia. Que lo de la plaza de Colón también fue gafe para el PP de Pablo Casado, Cayetana Álvarez de Toledo y García Egea es una evidencia. Allí se inicio la decadencia de una Inés Arrimadas sujeta a los caprichos políticos del macho alfa de su partido. Insisto, estas manifestaciones las carga el diablo, atrapan a amigos y enemigos. A los de Vox y Santiago Abascal les conmina, por coherencia, a presentar una moción de censura. A los de Núñez Feijóo les obliga a mojarse sin salir demasiado en la foto, no sea que el efecto Borja Sémper para pescar en el centro se diluya. Hay quien incluso opina que en las concentraciones de estas semanas se oculta el huevo de la serpiente del bolsonarismo hispano y del neotrumpismo independentista a lo Quim Torra y Laura Borràs.

Lo acontecido en Madrid alrededor de la fuente de la Cibeles, y en Barcelona ante el Palau Nacional, son fenómenos de enfrentamiento político que se retroalimentan. Por cierto, puestos a pedir, sería deseable que nadie confundiera la libertad de expresión y manifestación con la retórica tautológica que gastan los extremistas de uno y otro bando. Bajo la columnas barcelonesas y junto a la fuente madrileña se aprecia el mismo modus operandi: veneno.