Por fin he empezado a leer El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Era el típico libro que se hubiera quedado en la lista de “pendientes” de no haber sido por mi amigo Juanjo, que se lo estaba leyendo en verano y me aseguró que aunque el tema, de entrada, parecía sesudo –los orígenes del libro, desde los tiempos de la Antigüedad— se lo estaba pasando muy bien, así que hace poco se lo pedí prestado. (Sí, lo podía haber comprado, pero es que no me caben más libros en las estanterías).

Juanjo tenía razón. Aún no he llegado a la mitad (llevo varios virus de guardería concatenados que me impiden ser persona por la noche, que es cuando tengo tiempo para leer), pero estoy disfrutando mucho con las historias que cuenta Vallejo, especialmente con las que hacen referencia a poetas y filósofos griegos, y que de alguna forma puedo conectar con el presente. Es el caso de Arquíloco, mercenario y poeta griego del siglo VII a. C., que Vallejo considera el primero en escribir “palabras díscolas, irreverentes, que chocan contra los valores de su época”.

Arquíloco (680 a. C.-640 a. C.), a mi modo de ver, era un poco cínico e impertinente, adjetivos con los que me han calificado siempre en casa, así que simpatizo con él. Y dice cosas que son verdades como templos, pero que nadie en su época se atrevía a decir: por ejemplo, que el código de honor del momento, que dictaba que había que aguantar como fuera en el campo de batalla, y si hacía falta, morir, pero nunca arrojar el escudo y huir, era una tontería.

Para él, lo importante era sobrevivir. “El escudo que arrojé a mi pesar en un arbusto, una pieza excelente, ahora lo blande un tracio. Pero salvé el pellejo. ¿Qué importa ese escudo? Que se pierda. Otro tan bueno me compraré”, escribió en uno de sus poemas, citados en el libro de Vallejo.

Arquíloco amaba la vida por encima de todo, ya que es única e irrecuperable, y con una buena dosis de sentido del humor y sinceridad defiende en sus poemas que morir en el campo de batalla es, simplemente, una desgracia, porque las promesas de gloria póstuma le parecen otra sublime tontería.

Leer las reflexiones de Vallejo sobre Arquíloco me ha hecho pensar en los escritores, poetas, intelectuales que se atreven hoy a poner en duda grandes discursos demagógicos, como algunos nacionalismos o religiones, que mueven a las masas por lograr un fin único, hasta superior, convencidos de que aquello es la “verdad”. Muchas veces se les tacha de “equidistantes” y listo. No es de extrañar que Richard Jenkyns, profesor de Oxford, considerase a Arquíloco “el primer incordio de Europa”, cuenta Vallejo en su libro.

Nunca me he sentido cómoda con la gente que se cree a pies juntillas lo que dice un político o un líder religioso o lo que lee en Twitter o en algun blog sin comprobar ni siquiera si es verdad (antivacunas, conspiracionistas, etcétera). Prefiero estar con díscolos, gente que se cuestiona constantemente lo que nos dicen que hay que hacer, aunque a veces sean un incordio.

Arquíloco también me ha hecho pensar en mi abuelo. Al final de la Guerra Civil, a mi abuelo lo llamaron a filas. Era un crío. Así que, sin decírselo a su familia, se unió a un grupo de disidentes que planeaban huir de Barcelona a Francia por el Pirineo. Mi abuelo tuvo la mala suerte de coger una neumonía por el camino, y el grupo lo abandonó en una masía del Pallars Jussà. El resto tampoco logró escapar. Los pillaron un poco más adelante. Mi abuelo me contaba esto sin ningún tipo de remordimiento de conciencia. No se sentía un cobarde por no haber querido luchar en la guerra, aunque fuera para detener a las tropas franquistas. Él lo que quería era sobrevivir.