El relajamiento demasiado rápido y precipitado después de la primera ola de la Covid parece estar detrás de la fuerza creciente con que está golpeando el segundo embate en España. La Comunidad de Madrid sería el ejemplo más claro de negligencia sanitaria y política intentando convertir la gestión de la pandemia en un pulso político de la derecha frente al gobierno de Pedro Sánchez. Una manera casi criminal de entender y practicar la política. Probablemente, el error del gobierno central fue la de poner punto final lo más rápidamente posible en el estado de alarma por el desgaste político que le suponía y ceder el control y entregar la toma de decisiones sobre el tema a las comunidades autónomas. A partir de aquí la confusión ha sido notable. Ciertamente que algunas autonomías han hecho una rigurosa y cuidadosa gestión --País Valenciano, Asturias, Canarias-- pero en otras se ha instalado como primacía boicotear todo lo que planteara el Estado y alimentar un relato de conflicto sin asumir una verdadera responsabilidad.

De un control exhaustivo de cambios de fases se pasó a la negación de evidencias y de cifras de contagio, procurando afirmar siempre que los otros estaban peor. En el entreacto de las dos oleadas, como debería haber sido preceptivo, no se han reforzado las estructuras sanitarias y el personal médico ni se han contratado los rastreadores que se sabía que eran imprescindibles. Las tasas de contagio se han disparado porque no se ha querido establecer restricciones para evitar lo que creían suponía un fuerte desgaste político. Se apostó por habitar en la ignorancia. Buena parte de Europa ha hecho las cosas mejor y los resultados lo avalan. En Alemania se han aislado zonas a partir de los 50 casos por cada 100.000 habitantes, mientras en España sólo se hace a partir de 500. Incluso en la habitualmente caótica Italia se ha hilado más fino: confinamientos, rastreadores y reforzamiento del presupuesto de salud. No existen los milagros.

La prestigiosa revista científica The Lancet lo ha explicado de manera clara. En España ha fallado el sistema efectivo de búsqueda, testeo, rastreo, aislamiento y soporte antes de levantar, como todos anhelábamos, el confinamiento primaveral. Y también, se afirma, ha fallado la dotación del sistema sanitario, las medidas de control fronterizo y la falta de criterios claros sobre los umbrales en los que había que tomar decisiones. Y ha fracasado, sobre todo, un sistema de gobernanza que si ya la normalidad tiene notorias disfunciones en momentos excepcionales puede resultar letal: dispersión y confrontación institucional o el malévolo instinto de no menospreciar ninguna situación por dramática que sea para avivar la confrontación política.

La tardanza en intervenir la Comunidad de Madrid por parte del gobierno del Estado puede explicarse en nombre de la prudencia, pero ha resultado una temeridad. Era evidente para todos que el gobierno de Díaz Ayuso no estaba interesado en consensuar nada ni en dejarse ayudar sino en generar un caos que les permitiera levantar el relato del victimismo. En Cataluña conocemos bien este tipo de estrategias y, de hecho, donde más se ha parecido la gestión de la Covid los últimos meses al desastre madrileño, es Cataluña. Las cifras de afectados y la profundidad del repunte lo cuentan, así como la especial debilidad de un sistema sanitario público notablemente maltratado desde hace años. Las cifras son elocuentes. Mientras Alemania destina un 9,5% del PIB en gasto sanitario, España sólo el 6%. Dentro de la Unión Europea, España tiene 14 países por delante. Pero en Cataluña sólo dedicamos el 4%. Cuestión de prioridades.

En el punto álgido del impacto de la pandemia en la pasada primavera, cuando el fantasma de la muerte arbitraria parecía campar a sus anchas por nuestras calles de manera amenazante, nos llenamos la boca, y muy especialmente los políticos, que habría un antes y un después, que no se nos volvería a coger desprevenidos y que cambiarían las prioridades dando mayor importancia a la salud, el bienestar y en todo lo que era realmente esencial. Palabras que, como resulta ahora evidente, se las llevó el viento.

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