Una de las características más singulares de la política española en los últimos cuarenta años ha sido el recurrente pacto con nacionalistas. Mucho antes de que los populismos crecieran en Europa, en España ya se habían normalizado partidos que fomentaban la desigualdad con argumentos simples y delirantes. El resultado acumulativo de los innumerables acuerdos con dichos nacionalistas ha sido el engrandecimiento ostentoso y metafísico de la identidad territorial, en paralelo a la legitimación de la exigencia insaciable de ciertas élites, cuya práctica de gobierno ha tenido como única lógica el hecho diferencial. Y todo ello gracias a la generosidad constitucional.

No es comprensible que ahora se critique al Gobierno de Sánchez por pactar con grupos ultras, cuando dichos acuerdos han sido más comunes que excepcionales en legislaturas anteriores, encabezadas por gobiernos del PSOE o del PP. Tampoco es comprensible que el Gobierno de Sánchez, por boca de su portavoz(a), avise que, ante la posibilidad de un pacto del PP con Vox --otro partido nacionalista--, los derechos y libertades “no pueden ser moneda de cambio” en Castilla y León.

Si creemos en su buena intención, la dicha portavoz hizo pública su profunda ignorancia sobre cómo se han recortado dichos derechos y libertades en aquellas comunidades donde un partido o una coalición nacionalista ha impuesto el criterio ultra de la identidad excluyente, sea por la vía laboral o educativa. Si se produjera el pacto en Castilla y León se cumpliría la tendencia disgregadora y antiigualitaria, abierta y profundizada en aquellas regiones donde ya gobiernan a sus anchas los correspondientes partidos nacionalistas, con la inexplicable bendición de los dos principales sindicatos y de la izquierda estatal.

Existen, al menos, tres diferencias entre ese posible pacto PP-Vox (si finalmente se produce) y la mayoría de los acuerdos anteriores entre los dos grandes partidos estatales y los nacionalistas periféricos. La primera es la referencia nacional. Mientras que PNV, Bildu, Junts o ERC se cobijan en territorios regionales, Vox hace lo propio en el estatal.

La segunda diferencia radica en el peso que el catolicismo tiene en los recortes de derechos que han aplicado unos o propone Vox. Aunque el fundamento nacionalcatólico es también evidente en el PNV y, en su momento, en CiU, las propuestas de los ultras españolistas se alejan de la doblez jesuítica y del ala algo más liberal de la Iglesia, tan próximas a conservadores vasquistas y catalanistas. Los nacionalistas españoles suelen beber de corrientes más reaccionarias, cercanas a Legionarios de Cristo, a Comunidad y Liberación o a otros grupos neocatecumenales.

La tercera diferencia es el peso de lo social en las diferentes corrientes que conforman los nacionalismos en España. En los grupos más relacionados con la Iglesia lo social tiene un carácter condescendiente, es la misericordia hacia los pobres, imprescindibles y necesarios en cualquier sociedad donde la jerarquía y el autoritarismo son pilares innegociables. En los grupos más relacionados con vías socialistas ortodoxas, lo social tiene un carácter estatalista. Se trata de proteger al pobre como mecanismo nivelador en el reparto de la riqueza, pero sin renunciar en ningún caso al argumento etnicista, otra versión jerárquica y autoritaria innegociable, disimulada bajo el manto del dogma de la nación libertadora. Tanto en una versión como en otra, la desigualdad, la segregación y la exclusión son un mal menor en la lucha final hacia el soñado paraíso nacional.

Quizás con el pacto PP-Vox vuelvan “banderas victoriosas al paso alegre de la paz” y se grite ¡arriba España!, nada anormal en un país donde desde ya hace cuatro décadas se canta, bien alto y sin vergüenza alguna, “arriba Euskadi, gloria y gloria a nuestro Buen Señor” (“gora Euskadi, aintza ta aintza bere goiko Jaun Onari”), o se amenaza impunemente al enemigo (español) con un sanguinario buen golpe de hoz (“bon cop de falç”). El guerracivilismo y el nacionalcatolicismo son la esencia que exhiben todos los nacionalistas sin excepción, y que lamentablemente se aceptan en todos los pactos, los que ha habido y los que vendrán.