Una y otra vez el independentismo ha repetido que es un movimiento que rechaza la violencia. Desde los encarcelamientos de los Jordis y de parte del Gobierno cesado de la Generalitat, ese argumento se ha reiterado insistentemente por boca de los excarcelados, de los huidos o de los que aún siguen en prisión. Convertido ya en un mantra cansino, el presunto pacifismo se replica en tertulias, tuits y demás declaraciones miles de veces al día.

El color amarillo y la proliferación de lacitos en las redes y en la vida material es otro permanente recordatorio de la no violencia como arma política del independentismo. Con este símbolo se pretende dejar en evidencia que la política del Estado español es represora y opresora per se, hasta llegar a manifestar sin pudor alguno que España es una dictadura. Aún más, a los que no comulgan con esta fe nacionalista son tildados de inocentes o ignorantes, en el mejor de los casos.

En su delirio anticolonialista el nacionalismo catalán se ha atrevido incluso a comparar a Junqueras con Gandhi. Cierto es que, como el activista indio, el líder de ERC ha pedido a sus fieles que apliquen la regla del amor a todos los ámbitos de la vida. De modo similar, ha manifestado estar dispuesto a “sacrificarse” como una forma de reivindicar la ley de la verdad sobre la naturaleza humana, con el fin de asegurar la colaboración del contrario. Como estamos viendo en estos últimos meses, dicha pretensión ha fracasado en parte o se ha aplazado, al no haberse alcanzado la revolución nacional, masiva y pacífica, que debía arrastrar hasta a los enemigos de Cataluña, los llamados colonos españoles.

Las acciones de desobediencia no violenta de Gandhi, cuidadosamente escenificadas, tuvieron eco mundial y fueron criticadas y elogiadas a un tiempo. No en vano Martin Luther King afirmó años más tarde que si Cristo le había dado las metas, Gandhi le había enseñado las tácticas. La partición de la India o la vigencia del sistema de castas ha dejado gran parte de la herencia de Gandhi en el plano de los discursos, bastante lejos de su ideal político, sublimado a partir de su asesinato a manos de otro nacionalista indio. Más allá de puntuales coincidencias en ilusiones espirituales, no es posible encontrar paralelismo alguno entre aquel nacionalismo anticolonialista indio y el actual nacionalismo supremacista catalán.

El independentismo se define como pacifista pero en la práctica ejerce una permanente coerción sobre aquellos que no lo apoyan

La primera y principal razón de esa diferencia es que el independentismo es un movimiento que se define como pacifista pero que en la práctica ejerce una permanente coerción sobre aquellos que no lo apoyan, sea mediante leyes y subvenciones, presión en los mass-media o en las redes, cuidada selección de la clerecía, etc. Dicha coerción es visible en numerosos ámbitos de la vida cotidiana con la imposición de organizaciones y prácticas excluyentes, justificadas nominativamente como catalanas y, por tanto, reprimidas históricamente por el obsesivo y malvado Estado español. Así, este nacionalismo, independentista o no, practica con enorme intensidad desde hace décadas formas de violencia simbólica. Dice Pierre Bourdieu que este tipo de violencia se impone mediante acciones o discursos para que la forma sea reconocida “como conveniente, legítima o aprobada”. Es una forma de violencia que se produce públicamente “frente a todos” bajo la apariencia de la universalidad de la razón o de la moral, pero que si se presentase de otra manera sería inaceptable.

Cuentan que Karl Popper era un tipo intransigente de mucho cuidado, que no escuchaba ni admitía crítica alguna sobre sus reflexiones. Popper fue uno de los pensadores del siglo XX más críticos con los totalitarismos, autor de La sociedad abierta y sus enemigos donde expuso una militante defensa del liberalismo y de las democracias. Sin embargo, tan obstinado se mostraba que uno de sus críticos propuso que su exitoso libro se debía haber titulado La sociedad abierta, por uno de sus enemigos. Una paradoja similar sucede con el nacionalismo catalán y su alegato a favor del pacifismo, en la práctica uno de sus más belicosos detractores.