Mejor votar a un gilipollas que a alguien que después te tome por gilipollas”. Dicho sea sin pretender aludir ni molestar a persona alguna, sea electo o elector. Y con la esperanza de que nadie se dé por aludido o aludida. La idea, expresada en tan crudos términos, es del vitriólico y descarado humorista francés Coluche que tuvo el valor de presentarse a las elecciones presidenciales de Francia en 1981. Con un par: para competir con François Mitterrand, Valery Giscard y Georges Marchais. Se retiró de la campaña dos meses antes, pidiendo el voto para el candidato socialista, cuando los sondeos le daban en torno un 15%. Muy harto debía estar el personal del país vecino. Los franceses --bueno, algunos-- tan serios e ilustrados, parecen tener también cierta afición por las cosas abracadabrantes: una asociación de cazadores y pescadores, así, tal cual, sacó seis eurodiputados en 1999. Tan sorprendente como si aquí obtuvieran ese resultado los amigos de la sardana y la ratafía. Aunque mejor no dar ideas.

Lo de Coluche, que acabó despanzurrado contra un camión yendo en moto, fue algo así como si aquí se presentasen Tip y Coll, Gila o Chiquito de la Calzada, por citar algunos ya desaparecidos. Sin olvidar que hemos tenido personajes como José María Ruiz Mateos o Jesús Gil. Claro que, puestos a otear el panorama preelectoral, tampoco tenemos por qué quejarnos del circo y el batiburrillo que contemplamos. En particular por determinadas latitudes.

Sin ánimo de ofender a nadie --que hay gente muy susceptible-- más allá de lo irreverente, la expresión del humorista galo no deja de tener su miga en un año que se presenta electoralmente prolijo: inmenso año electoral en un mundo convulso. El temor de las clases medias, el hartazgo general, el miedo al pasado, la incertidumbre del presente y el pánico al futuro. Un coctel alucinante. Guerra comercial con Estados Unidos y cae hasta la bolsa china; el Brexit convulsiona Europa; en Italia se conchaban ultra izquierda y ultra derecha; en Francia se tocan los extremos y, en pleno confusionismo político, se tiñe de amarillo mientras extrema derecha y extrema izquierda jalean a los mismos manifestantes de lo que algunos han calificado de una nueva jacquerie. ¿Qué pasa con el amarillo últimamente? ¡Si para los cómicos es un color gafe desde Molière!

A fin de cuentas, nos podemos consolar: cada cual puede tener su propio gilipollas o estar dispuestos a tenerlo. Eso sí, cada uno a su manera. Votar deliberadamente a un gilipollas no quiere decir que uno lo sea necesariamente. El voto útil es tan diverso como queramos. Lo difícil es saber de antemano quién va a ser el listillo de turno que te tome por gilipollas. Todo un riesgo que es preciso asumir.

Siempre quedará la orfandad política y electoral como argumento supremo, en tiempos de penuria y ausencia absoluta de liderazgos. Hemos acabado convencidos de que la vida es líquida --sin saber hacia dónde fluye-- y olvidando que el agua no vuelve a pasar dos veces por el mismo sitio. Que ya lo decía Heráclito: todo fluye, todo cambia, nada permanece. Se mire hacia donde se mire, todo parece un inmenso camarote de los hermanos Marx, pero sin gracia. El escenario nos ofrece una incapacidad de entender las cosas desde la izquierda y un miedo cerval a perder desde la derecha atomizada. Incluso la izquierda --así, en general-- parece sufrir una crisis de alopecia intelectual, a la espera de un implante, una prótesis o un milagro. ¡Todo por el titular!

Mejor, celebremos el 500 aniversario de la muerte de Leonardo da Vinci, los 450 de Pieter Brueghel el Viejo y los 350 de Rembrandt, el bicentenario del nacimiento de El Prado y el centenario de la Bauhaus. Una buena ocasión para salir de la aldea y recorrer las principales capitales europeas. Y aquí, mientras tanto, paciencia, mucha paciencia, que según la RAE es la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse.