Desde que el 21 de julio de este año fuera elegido presidente del PP, Pablo Casado se ha convertido en el político más hiperactivo de España, un logro meritorio porque en la sociedad de la banalidad mediática que sufrimos, la mayoría de los representantes públicos compiten por ese puesto. No hay día en que Casado no declare al menos alguna cosa –a veces son más—sobre algo, sin temor a que lo que diga se contradiga con lo que afirmó el día anterior y sin reparar en que lo que propone se pueda o no llevar a cabo. Todo ello siempre con una sonrisa en la boca y desplegando grandes dosis de energía. Casado es como esos niños hiperactivos incapaces de parar quietos.

Ni siquiera le arredró el grave problema de las sospechas sobre la obtención de su máster en la Universidad Rey Juan Carlos, cuya investigación coincidió con su elección al frente del partido. Sus declaraciones sobre cualquier cosa eran incesantes, confiado como decía estar en que al final todo quedaría en nada. Y desde que el Tribunal Supremo le exoneró del caso, entonces ya fue barra libre.

Uno de sus mantras es la reclamación constante de que el Gobierno de Pedro Sánchez vuelva a aplicar el artículo 155 en Cataluña, haya o no motivos para ello. En este asunto le secunda Albert Rivera, pero Casado tiene la osadía de criticar la aplicación “blanda” del 155, adjudicando esa levedad a las peticiones de Ciudadanos y del PSOE, pero olvidando que quien ejecutó el 155 fue el Gobierno del PP, partido del que el joven dirigente era ya vicesecretario general cuando Mariano Rajoy decidió la intervención de la autonomía catalana.

Las iniciativas de Casado se disparan como un resorte. Si se publica que los dirigentes independentistas presos reciben trato de favor, propone revertir el traspaso de las cárceles a la Generalitat; si se denuncia adoctrinamiento en los colegios catalanes, propone recuperar las competencias de educación para el Estado; si se cuestiona una actuación de los Mossos, propone que la seguridad vuelva a depender del Gobierno central. Y lo peor es que no solo propone, sino que asegura que si el PP gobierna cumplirá todo eso, cuando es imposible si no se reforma el Estatut,  lo que no depende de Casado, sino del Parlament.

De igual modo, cuando la justicia alemana negó la extradición por rebelión de Carles Puigdemont, Casado salió con la propuesta de abandonar o cambiar los acuerdos de Schengen de libre circulación de personas; y cuando el Parlamento Europeo se disponía a votar la reprobación de la política antieuropea y xenófoba de Viktor Orbán en Hungría, ordenó a sus eurodiputados que se abstuvieran.

Ha prometido también regresar a la ley del aborto de 1985, un intento que ya costó el cese del ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón, y se ha distinguido por combatir el  feminismo rechazando lo que llama “ideología de género”.

La irrupción en escena del partido ultraderechista Vox le ha servido para decir que comparte con ellos muchos de sus postulados, uno de ellos la propuesta de ilegalizar a los partidos independentistas. Casado, que fue jefe de gabinete de José María Aznar, fundó un think tank junto a Rafael Bardají, un neocon que ahora forma parte de la dirección de Vox.

Esta hiperactividad lleva a Casado a cometer errores que provocan vergüenza ajena. Esta semana ha sido apoteósica. Con una visión franquista de la conquista de América y un lenguaje hiperbólico que recuerda a Donald Trump, el domingo día 14 Casado afirmó en Málaga que la Hispanidad “es probablemente la etapa más brillante, no de España, sino del hombre, junto con el Imperio romano”, y repitió una falsedad que solía decir Rajoy, que “España es la nación más vieja de Europa”.

El martes, cuando se iba a empezar a tramitar en el Congreso la regulación de la eutanasia, el presidente del PP dijo que “este problema no existe en España”, y el miércoles viajó a Bruselas para descalificar a los dirigentes europeos afines los Presupuestos del Gobierno de Sánchez. “O la Comisión Europea tumba estos Presupuestos, o estos Presupuestos tumban a España”, aseguró. En la anterior cumbre europea de Salzburgo, ya se dirigió al presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, para decirle que “España es un desastre”. Emuló así a su maestro Aznar cuando en 1992 tachó a Felipe González de “pedigüeño” justo cuando se discutían los fondos de cohesión que tanto beneficiaron después a España. Patriotismo del bueno.

¿Conduce a algún sitio esta política basada en la hiperactividad, como no sea a que sus segundos le imiten a riesgo de quedar en ridículo, como le ocurrió a la portavoz en el Congreso, Dolors Montserrat, que acusó al Gobierno de “descoordinación” en una de las intervenciones más descoordinadas que se recuerdan. Las próximas elecciones andaluzas darán el primer veredicto. A que sea favorable no ayudan precisamente las comparaciones desafortunadas entre los niños andaluces y castellanos hechas por la exministra Isabel García Tejerina