Esta semana se han cumplido 25 años del secuestro y asesinato del concejal Miguel Ángel Blanco a manos de ETA y me he acordado de que esa fue la primera vez en mi vida que participé en una manifestación multitudinaria. Fue el sábado 12 de julio de 1997, justo empezaba mi primer verano como universitaria, y en pocos días me marchaba a Mallorca a visitar a una compañera de clase que había suspendido casi todas las asignaturas y a la que probablemente echarían de la facultad (el primer año en mi universidad era selectivo), así que iba a ser un poco como una despedida.

Antes de ir a Mallorca a pasármelo bien, sin embargo, sentí por primera vez el impulso de salir a la calle para suplicar a ETA que no matara a Miguel Ángel Blanco. Durante la manifestación me emocioné y lloré. Sentía rabia e impotencia. No podía creer que hubiera gente tan cruel como para pegarle un tiro a un concejal de 29 años cuando toda España estaba suplicando a gritos que no lo hicieran.

Después de esa manifestación, he vuelto a acudir a una protesta masiva en ocasiones contadas. La siguiente fue en contra de la guerra de Irak, en febrero de 2003 (recuerdo una intensa discusión con mi padre durante la comida, antes de coger el tren a Barcelona) y luego la del Estatut, en julio de 2010, después de que el Tribunal Constitucional dictara la sentencia de recortar el Estatuto pactado en 2006, habiendo superado ya todos los trámites parlamentarios. “Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña”, había declarado en su día el expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. Menudo chasco.

Las tres manifestaciones, además de tener en común que el Partido Popular estaba de por medio, las viví de manera muy emocional, sintiendo que se cometía una verdadera injusticia y que valía la pena salir a la calle a protestar. Pero desde entonces, no he vuelto a sentir el impulso de participar en otra manifestación multitudinaria de este tipo (no cuento la pequeña protesta a la que acudí en mayo de 2018 ante la sede de la oficina del Parlamento Europeo en Barcelona para pedir la liberación del barco de Open Arms, retenido en Sicilia por dedicarse a rescatar a refugiados en el Mediterráneo, ni la convocada por Parlem/Hablamos durante el procés, ya que éramos cuatro gatos) porque hay algo que me hace sentir incómoda cuando me encuentro rodeada de miles de personas coreando los mismos lemas, y encima algunos me chirrían.

Me he llegado a sentir insolidaria, incluso frívola, cuando le explico a algún amigo que no participaré en tal o cual manifestación porque me agarra complejo de oveja y me agobio sintiendo que soy parte de un rebaño que luego los políticos manipulan como quieren, o pienso que no sirven de nada.

Buscando en internet si mi aversión a las manifestaciones era normal, dí con un interesante artículo escrito por la periodista y autora canadiense Linda Besner en The Globe and Mail donde se preguntaba lo mismo que yo: ¿Por qué salir a protestar me resulta tan incómodo?

"Puede que sea porque una protesta es una tormenta perfecta de incomodidad social: es el lugar donde las olas de conformidad e inconformismo chocan entre sí”, escribe Besner. “Se espera un cierto tipo de comportamiento de grupo estilizado: se supone que hay que ondear pancartas y corear eslóganes con los demás, que hay que llevar determinados logotipos y emblemas. Al mismo tiempo, se supone que estás haciendo algo notablemente diferente a los transeúntes que observan desde la acera, algo que se aparta del comportamiento ordinario de la sociedad en general. Es algo que da vergüenza".

Bresner cita entonces lo que el sociólogo estadounidense Jonathan Matthew Smucker, autor de un popular manual para movimientos sociales (Hegemony How-To: a Roadmap for Radicals), denomina la paradoja de la identidad política: para motivar a un grupo central de personas a comprometerse a organizar y llevar a cabo una serie de acciones que podrían tener consecuencias reales (ser arrestados o ser gaseados), un movimiento necesita un núcleo fuerte de identidad cohesionada. Sin embargo, esto significa que los movimientos sociales pueden convertirse rápidamente en subculturas, con un sentimiento de identidad de grupo tan fuerte que otras personas se sienten alienadas.

“Protestar se basa en lo que uno hace, no en abrazar una forma de identidad”, dice Smucker, citado por Bresner, para consolar a todos los manifestantes reticentes. En la lucha contra el cambio climático, pone como ejemplo, un acto de protesta puede ser simplemente desplazarnos en bici en lugar de en coche o dejar de comer carne, sin que por ello tengamos que identificarnos con la cultura ciclista o el veganismo. En el caso del feminismo, entonces, me consuelo pensando que es más válido intentar ser coherente en el día a día --leer a más autoras mujeres o no tolerar los pequeños micromachismos en mi entorno más cercano, en mi caso-- que tener que acudir a una manifestación multitudinaria y corear determinados lemas y consignas con los que no me siento cómoda.