Ni recentralizar es un pecado ni descentralizar es un dogma pero lo que ahora está en vigor es, simplemente, el estado de alarma que faculta al gobierno de España para arbitrar medidas generales en caso de emergencia sanitaria. Ni recentralizar ni descentralizar: de hecho, lo que valdría la pena subrayar es la plena funcionalidad constitucional. En Cataluña, aquellas franjas sociales propicias a la secesión pero no al pandemónium van metabolizando dosis útiles de sentido común y es ahí donde probablemente van a cambiar algunas percepciones que han llevado el pluralismo hacia la polarización. Torra oficia, distante y extraviado, en ese pandemónium sin ningún liderato. Estamos en los rompientes de un naufragio institucional. Sigue su curso el síncope de la mayoría que sustenta el gobierno de Torra y que mantiene el parlamento autonómico en la inopia tota, en el vacío. Torra significa disfunción, incompetencia, deslealtad, paranoia y, finalmente, miedo.   

Así apareció Torra como un subconjunto del caos. Personajes como los “consellers” Miquel Buch, Meritxell Budó o Alba Vergés están inmersos en una aparatosa ofensiva contra la meritocracia. En Cataluña el independentismo es incapaz de gobernar ni tan siquiera dirimir cuestiones tan elementales como que un grupo radical pueda o no convertir la obstrucción al tráfico de La Meridiana en un hábito. Hasta ahora no ha sido constatable que en los despachos de la Generalitat alguien sepa con rigor lo que es Coronavirus y, desde luego, sin el menor indicio de saber gestionar el futuro que ya está ahí. En todos los vectores del problema asoman Torra y sus allegados, confusamente hacendosos de día y envueltos en la nube tóxica de una noche que no tiene otro asidero que la concordancia con el Estado.

La autocrítica a la que está obligada la sociedad catalana --una sociedad civil inerme y desarticulada-- no se concreta. Seguimos en busca de chivos expiatorios, dándole todas las culpas a España, de lleno en la capacidad insospechada de hacer aquel ridículo inmenso que Tarradellas nunca aceptó asumir. Las carencias de Alba Vergés, Meritxell Budó o Miquel Buch han traspasado sobradamente el límite de lo que una ciudadanía puede soportar.

Ya exigía Tarradellas que el Gobierno central y los gobiernos autonómicos no den la impresión de que engañan o se engañan. Torra engaña todos los días, a todas horas. Torra es eso, el otro problema. Nos abruma una metáfora tan doliente como el estado de las residencias de ancianos. Mientras, la gente, la buena gente, con sus órdenes espontáneos y su ingenio vital, suple de modo admirable la inoperancia y la nada. Seguimos con Torra a cuestas, en la inanidad. Como tránsito inédito, el estado de alarma nos va a enseñar muchas cosas. Los más desean aprenderlas y unos pocos siguen con el lazo amarillo en la chaqueta, sin darse cuenta de por quién doblan las campanas.