Ocurren en el mundo tantas otras cosas que a la larga acabarán por afectarnos mucho más que el declive del procés, pero es como si no estuvieran sucediendo porque la política catalana sigue ensimismada con su juguete roto, mientras realidades como --por ejemplo-- el macronismo o la nueva gran coalición alemana tendrán un peso inmediato en la configuración de una Unión Europea a prueba de desintegraciones. Para no ponernos estupendos hablando del debate sobre la inteligencia artificial, el mundo no ha parado mientras JxCat y ERC representaban su dramaturgia amateur. Ni el futuro de las pensiones ni la dislocación social del Raval parecen afectar la vida del Parlament de Cataluña. La observación del mundo exterior ha quedado en suspenso. La Cataluña política permanece absorta bajo su campana de cristal, ajena al nuevo mapa electoral, a las encrucijadas legislativas, a la globalización.

Viejos instrumentos para viejas partituras: sin embargo, la realidad es mucho más normal, equiparable a toda sociedad abierta, por mucho que TV3 se empeñe en erigirse en el último búnker del maximalismo, la provocación rudimentaria y el sinsentido. Hasta ahora, como ocurrió en el Quebec, el secesionismo ya ha causado un perjuicio económico que no será fácil de sobrellevar. Los más pesimistas advierten de un riesgo inminente de recesión; desde el optimismo se considera que la economía catalana, al modo de las olas que eliminan los restos de un naufragio, absorberá el daño y las pérdidas para rehacerse en un tiempo prudencial --si se llega a una cierta estabilidad institucional-- y reemprender su capacidad competitiva. ¿Cuántas de las empresas que se han ido regresarán si no es con un panorama de estabilidad asegurado para como mínimo una década? Sabemos de las inversiones paralizadas pero ¿cómo cuantificar a los inversores en potencia que ya han ido decidiendo buscar otros paisajes?

La observación del mundo exterior ha quedado en suspenso. La Cataluña política permanece absorta bajo su campana de cristal, ajena al nuevo mapa electoral, a las encrucijadas legislativas, a la globalización

El ejemplo de Puigdemont es perverso: implantemos la confusión en Cataluña y vayámonos a vivir al extranjero. Mientras, en las librerías los ensayos y crónicas sobre el procés ya superan los anaqueles con manuales de autoayuda. Los mediáticos de la secesión no saben qué hacer para caer más en el ridículo. Sea independentista o no, la sociedad catalana está unida por el vínculo de la perplejidad. Querría entretenerse a su aire, hablar de lo de siempre en el Tupinamba o atisbar esas otras cosas que ocurren en el mundo y de las que el procés finiquitado vive tan ajeno, tan campante, tan irresponsablemente.

Pero la realidad no siempre es lo que parece. De cubículo en cubículo cuando quería ser gran Estado, de desierto en desierto cuando quería ser oasis, el secesionismo ha perdido el mínimo de fluidez como para cambiar nombres de calles. Optimistas o pesimistas, lo imperativo es devolver su nombre a las cosas.