Avanzar a trompicones no suele ser la mejor manera de desplazarse, aunque un tropezón cualquiera lo dé en la vida. Se lo digo a propósito del fiasco protagonizado por Feijóo a cuenta de la renovación del CGPJ, un ridículo de dimensiones europeas tras el cual no quedaba otra solución que la que sagazmente ha emprendido el líder conservador. Igual que cualquier cantante melódico que intuye un cierto declive en su fama por estos lares, Feijóo se ha lanzado a hacer las Américas, dando cuenta de su periplo en una hermosa fotografía en la que pasea su garbo entre unas señoras bonaerenses vestidas de faralaes es de suponer que en alguna casa regional.

O mucho me equivoco o, de seguir las cosas así, nuestro hombre tiene tantas posibilidades de convertirse en presidente del Gobierno como Gabriel Rufián en alcalde de Santa Coloma y al final va a resultar que el olvidado Pablo Casado tenía –ni que fuera en días alternos— hechuras de auténtico estadista.

Entiéndanme, no es que para el ciudadano de a pie la renovación del órgano de gobierno de la magistratura sea una cuestión de vida o muerte. De hecho, conozco a unos cuantos jueces (y no de los peores) a los que la cuestión les trae completamente al fresco. Los servicios ordinarios del Consejo siguen funcionando sin mayor problema (o, por lo menos, con los problemas habituales del órgano en cuestión, renovado o no) y, como ustedes comprenderán, la promoción a las altas plazas del Tribunal Supremo y del Constitucional preocupa a un círculo de sujetos muy reducido.

Otra cosa es que, en tanto que ciudadanos, contemplen con la misma estupefacción que los taxistas y los informáticos el descrédito en el que los partidos políticos están sumiendo a algunas instituciones del Estado. Ya iba tirando la Corona un tanto perjudicada y los debates del Congreso rozando la altura del betún como para que ahora resulte que la judicatura anda manga por hombro. Al final, uno solo va a poder fiarse de los funcionarios del catastro, lo que aventuro desde el desconocimiento y con todas las reservas.

El resultado es que, al final, un secreto que solo conocíamos unos pocos miles de personas –básicamente juristas, políticos y periodistas— se está revelando a ojos de todo el mundo. Esto es, el simple hecho de que a ningún partido le interesa el CGPJ ni la lista de sus aburridísimas funciones, con excepción de una. Precisamente la de nombrar a los magistrados de la sala penal del Tribunal Supremo y a los del Constitucional. No teman: el debate sobre los cargos judiciales no afecta al presidente de una sala civil de Albacete, ni al Juzgado Mercantil de La Bisbal, aquí siempre nos estamos refiriendo a las mismas plazas y a los mismos tribunales.

A la vista de lo cual sería de lo más lógico preguntarse si los partidos entienden que designando a sus candidatos favoritos conseguirán obtener sentencias favorables a sus intereses, lo que es tanto como trasladar al común de los mortales la sospecha de que existe una especie de justicia a la carta. Vamos, la de que si fuera Conde-Pumpido quien presidiera el TC, Griñán y Chaves ya se podían dar por absueltos; o que, si el designado fuera Llarena, los presos del procés iban a dar nuevamente con sus huesos en la cárcel.

Esto viene a suponer tanto como propagar la idea de que dichos togados no son más que unos prevaricadores de tomo y lomo, dispuestos a dictar sentencia al mandado del poder político y a mofarse de cualquier principio de justicia o independencia. O, aún peor, que las leyes son tan imperfectas e imprecisas que el resultado de un procedimiento ha de fiarse exclusivamente al carácter “progresista” o “conservador” del magistrado que tenga que resolver sobre el fondo del asunto, una especie de “lotería judicial” de efectos profundamente desmoralizadores. Tal vez sea así en realidad, pero convendrán conmigo en que tampoco hacía falta divulgarlo urbi et orbi.

Y cuando parecía que (tarde y mal) la cosa tenía algún remedio y se iba a correr un tupido velo sobre un órgano del Estado español que ya es la comidilla de Bruselas, Varsovia y Budapest, Feijóo dinamitó el acuerdo con una justificación incapaz de convencer a buena parte de los propios y a todos los extraños a la vez que se aplicaba sin recato al genial aforismo de Bukowski: “En defensa del alcohol, debo decir que he tomado peores decisiones estando sobrio”. Pues eso: ¡una copa a la salud del Poder Judicial y a otra cosa!