Uno de mis momentos preferidos del año es cuando empieza a hacer frío de verdad y subo al desván en busca de mis abrigos. Es sacarlos del armario y empezar a estornudar, pero me sigue gustando el olor a naftalina y la pelusilla de lana que levantan. También me gusta cuando más tarde, ya en la calle, meto las manos en los bolsillos y me encuentro con objetos olvidados que me hacen viajar al pasado: la entrada para ese concierto de piano donde te encontraste con un amigo, un billete de metro de una ciudad extranjera, la factura de la compra en el supermercado de tu antiguo barrio… 

Este año, sin embargo, no ha habido suerte. Por culpa del confinamiento, mis dos trencas de lana --los abrigos que he sacado para este invierno-- quedaron guardadas en el armario antes de lo habitual y en sus bolsillos no he hallado nada más que un par de kleenex encartonados. Aun y así, me siguen despertando recuerdos.

La azul marino (mi regalo de Reyes del año pasado), por ejemplo, me la puse por última vez la noche del concierto de mi hermana en el Apolo, a mediados de febrero. Recuerdo que era una noche húmeda y demasiado cálida para ponerse el Montgomery azul, capucha de plumas incluida, pero al concierto venía también un amante que apenas conocía y tenía que impresionarlo como fuera. Sintiéndome empoderada (y sudando como un pollo) bajo mi elegante abrigo azul, esperé a que terminase la velada y llegase la hora de despedirnos para decirle que esa noche no pensaba ir a dormir a su casa. Puro orgullo. Esa misma mañana, después de pasar la primera noche juntos, me había escrito un WhatsApp diciendo que se lo había pasado genial conmigo “pero que en esos momentos no buscaba ningún compromiso”.  Rabié mucho. Primero, porque yo tampoco andaba buscando nada. Segundo, porque acto seguido se había autoinvitado al concierto de mi hermana, sabiendo que estarían toda mi familia y amigos. Para no querer compromiso, no está mal. 

–¿Qué hacemos? ¿te vienes a casa?  --me dijo al llegar al lugar donde había aparcado la moto.

– No, no. Dos noches seguidas durmiendo juntos es demasiado compromiso --le espeté, tratando de sonar irónica, aunque en realidad me moría de ganas de irme con él. Pero no me dio la gana. No entiendo por qué hay personas que, en lugar de dejarse llevar, se privan ya de entrada del mejor privilegio que puede experimentar el ser humano: enamorarse. Como escribe Emmanuel Carrère en su último libro, Yoga, “Quand la vie vous accorde cette grâce, il faut la saisir, ne pas la lâcher, car rien n’est plus précieux et il est peu d’exemples qu’elle se représente si on a le malheur o la connerie de passer a côté”.

Mi otra trenca es de color amarillo mostaza y es un poco más antigua. Me la compró mi padre en noviembre de 2017 en Amalfi, Italia, última parada de un viaje familiar en su honor, ya que al regresar a Barcelona debía someterse a una dura intervención quirúrgica. Llegamos a Amalfi por la tarde y caía una lluvia torrencial. Nos refugiamos en una pequeña tienda de ropa de marca regentada por una mujer mayor, muy simpática. Le pregunté por la trenca amarilla expuesta en el escaparate y a los pocos minutos ya era mía.  A mi padre le gusta hacernos regalos cuando vamos de viaje, además de disfrutar con nosotros de buenos restaurantes. Esa noche no recuerdo qué cenamos, pero diría que alguna pasta con marisco o pescado, regada de un buen vino blanco.

A la mañana siguiente, con el estómago aun lleno, estrené mi trenca amarilla para pasear junto al mar y me recordé a mí misma al oso Paddington, el entrañable dibujo animado que viste siempre con una trenca azul o un chubasquero amarillo.

En realidad, el oso Paddington es un inmigrante sin papeles. Creado en 1958 por el escritor británico Michael Bond, sus cuentos narran las aventuras de un osito que llega a Londres procedente del "más oscuro y recóndito Perú" ("Darkest Perú") para hacer de polizón. Al llegar a la capital inglesa, el osito se ve metido en todo tipo de líos, pero siempre intenta hacer las cosas bien.

“Los libros de Paddington abordan el tema de la inmigración de una forma muy sutil”, escribe Angela Smith, profesora de estudios culturales de la Universidad de Sunderland (Reino Unido) y autora de un estudio titulado: “Paddington Bear: un caso de estudio sobre la inmigración y la otredad”. Según Smith, no es ninguna casualidad que el Londres de 1958 (año de la aparición del oso Paddington) fuese el escenario de fuertes revueltas racistas, pero también de un creciente multiculturalismo.

“Igual que muchos otros inmigrantes, Paddington llega a Londres aparentemente sin un nombre ni otra forma de identidad”, escribe Smith. “Él mismo admite que ha viajado escondido en un barco, y el señor y la señora Brown, el matrimonio que lo rescata en la estación de Paddington, son conscientes de que no tiene papeles”, añade. De hecho, son los Brown quienes le darán su nuevo nombre, “oso Paddington”, ya que su nombre peruano nadie es capaz de pronunciarlo.