En estos momentos es lógico cargar las responsabilidades de lo que sucede en Carles Puigdemont, que ha asistido desde Bruselas al encarcelamiento de sus exconsejeros. Le corresponde una buena parte de la culpa porque era el presidente y, además, ha optado por una estrategia inexplicable e incomprensible para procurar la internacionalización del conflicto catalán, una misión que hasta ahora no ha deparado más que fracasos.

Entre las reacciones de condena que ha suscitado la decisión de la Audiencia Nacional se oyen voces que insisten en una república catalana inexistente, en un referéndum que nunca se produjo, en un mandato que jamás salió de las urnas en 2015 y en la fidelidad a un Govern cesado e inoperativo.

Quienes han estado mintiendo a los catalanes durante este largo periodo llevándoles por un camino hacia ninguna parte porfían en la ficción. Son los mismos que desde dentro del Govern también engañaban a sus propios compañeros haciéndoles creer que construían las llamadas estructuras de Estado.

Y ahora alientan las movilizaciones para hacer una campaña electoral de mártires, de demócratas contra dictadores, del bien sobre el mal, como le gusta decir a Oriol Junqueras.

Los ciudadanos deben saber que estos sectores son los que impidieron que Puigdemont convocara elecciones legales para renovar el Parlament y evitar así la intervención de la Generalitat. Cometieron un error de enormes consecuencias, porque la aplicación del artículo 155 de la Constitución marca un antes y un después.

A partir de ahora, el triunfo del separatismo en las urnas, aunque sea real, no como el del 2015, estará desactivado

Si Puigdemont hubiera disuelto, el independentismo habría iniciado una nueva etapa prácticamente incólume y lo hubiera hecho desde un punto de partida muy avanzado. Pero el periodo que se abre ahora es distinto: el límite está claramente marcado; y es la ley. Su incumplimiento supone la intervención de la autonomía y la cárcel para los protagonistas. Ya se ha visto. A partir de ahora, el triunfo del separatismo en las urnas, aunque sea real, no como el del 2015, estará desactivado.

De haber convocado, Puigdemont tampoco estaría en Bruselas jugando ese extravagante papel que acaba con su carrera política y arruina la escasa solvencia que el soberanismo haya podido ganar en los dos años escasos de su mandato.