El otro día tuve el placer de comer y tertuliar en privado (¡qué bien sientan en estos tiempos que corren las cosas privadas!) con un buen amigo que desempeña un rol de gran responsabilidad en la judicatura española, y hablábamos, como llevamos haciendo algunos de nosotros en los medios desde hace ya días, de las conversaciones grabadas (y pilladas) de Villarejo con políticos, periodistas, policías y jueces muy señalados con gran poder y proyección pública de este país.

Que quede dicho: a pesar de estar absolutamente de acuerdo en que los servicios secretos de cualquier país democrático son y deben ser eso, secretos (cuando dejan de serlo, ya no son servicios a la ciudadanía que tienen que servir), y a pesar también de defender que todos los gobiernos han de velar por la seguridad del Estado y protegerse de incidencias dañinas para la tranquilidad de todos, no pude menos que transmitirle mi estupefacción ante lo que se ha ido sabiendo de dichas grabaciones y la sensación por mi parte de haber estado sosteniendo en artículos y tertulias con, visto desde ahora, quizás excesiva contundencia que España es un Estado democrático con todas las garantías y también con los defectos propios de todas las democracias reales y que, tras una transición modélica de reputado y merecido reconocimiento internacional, cuenta desde hace ya muchos años con instituciones y aparatos del Estado saneados.

Me comentó que probablemente, desde Cataluña, estábamos teniendo una visión errónea y magnificada de lo que supone la trascendencia real de esas grabaciones. Me contó que el pajarraco de Villarejo es un personaje obsoleto y caducado y que esas conductas delictivas por parte de la policía en connivencia con algunos miembros de la judicatura y otros segmentos son ahora mismo una porción, lamentable eso sí, pero minúscula y residual que tiene totalmente los días contados.

Si mi amigo lo dice, seguro que es cierto. Le sé excelente conocedor de la realidad policial y judicial de este país. Pero esa existencia tangencial punible en un contexto como el que se está viviendo en Cataluña desde hace ya varios años, que llevó a la autonomía catalana a las rocas y a la crispación social y que ha pasado una factura de la que nos costará años recuperarnos, da alas a aquellos que se han puesto en boca que España es un Estado corrupto y caduco en una democracia ficticia de la que hay que escapar cuánto antes.

En ese marco de una realidad para muchos de nosotros nefasta, si este gobierno progresista no aprovecha la oportunidad que le dan las filtraciones insultantes e ignominiosas para, con el tacto que haga falta, con las concesiones necesarias, con la delicadeza y bisturí precisos, eliminar a estos parásitos que, con la desfachatez de los amorales y abusando de su poder, han corrompido al sistema, se perderá una oportunidad única para prestigiar de nuevo a la democracia española.

La gran mayoría ciudadana de este país que consideramos que valió la pena el esfuerzo hecho durante la transición se merece que aquellos restos herederos y enviciados del régimen que se superó y que, bien sea por prudencia, miedo o sensatez política, quedaron sin corregir sean, por fin y sin atisbo de duda, superados y eliminados.

Deberíamos ser muy conscientes y tener muy claro todos que, si las generaciones que ya no tienen en su pasado inmediato esa misma transición no entienden y perciben que viven en un Estado sujeto a unas normas democráticas estandarizadas y seguras, la radicalización, la polarización y el desapego será absoluto, y la pérdida, que ya se evidencia en la sociedad, de valores progresistas, inevitable e insalvable.

Nos lo merecemos todos.