Podrían avisar, antes de traer a Krusty a leer el pregón de la Mercè. Fui al acto con mi hija, que tiene cinco años, y desde entonces que la pobre no duerme. En casa, cuando aparece Krusty en Los Simpson, apagamos la tele antes de que la niña lo vea, tal es el pánico que le tiene. Yo comprendo que traer al ayuntamiento de Barcelona un payaso normal, o sea de los que hacen reír, suponía arriesgarse a que, entre tantos concejales, nadie se percatara de su presencia. Hasta ahí, de acuerdo, pero una cosa es traer a un payaso que se diferencie ni que sea levemente de los concejales del equipo de gobierno y de la oposición, y otra es traer un payaso triste que encima iba mal maquillado. Esos son los más inquietantes, y uno espera que a la menor ocasión desenfunde una catana y empiece a mutilar espectadores. Yo, que tengo unas referencias culturales distintas a las de mi hija, pensé que se trataba del Joker, y tampoco duermo desde entonces. En casa, ya ven, no hay quien pegue ojo por culpa de la fiesta de nuestra ciudad.

El caso es que no contento con aparecer por sorpresa a medio maquillar --o con el maquillaje de la noche antes, con las señoras y los payasos uno nunca sabe-- empezó Krusty o el Joker o quien fuera el tipo aquel de aspecto patibulario, insistió después en una aparición televisiva --ni siquiera en Los Simpson, sino a traición-- a hablar de inadaptados y de sodomizar, así, por sorpresa, que ni siquiera me dio tiempo a taparle a mi hija sus tiernas orejitas.

-¿Papá, qué significa sodomizar?

-Nada hija, nada, cosas que hacen los payasos cuando les invitan a un ayuntamiento.

Entre los payasos sodomitas y los colorines que de un tiempo a esta parte decoran sus calles, Barcelona va pareciendo el híbrido de un circo y la sala Bagdad.

El asunto sodomita lo capeé como buenamente pude, otra cosa fue cuando el pregonero --ya del todo despeinado y con el maquillaje tan corrido como una soltera a la mañana siguiente de su despedida de tal-- se refirió como “inadaptados” a quienes “rechazan la cultura y la lengua de un lugar”. Ignoro quién rechaza la cultura y la lengua de Cataluña, como no sean los inadaptados que rechazan el castellano, uno de los dos idiomas oficiales del lugar. Ninguno de los muchos catalanes que conozco que hablan habitualmente castellano, rechaza el catalán, simplemente no lo usan con asiduidad. En cambio, conozco a bastantes catalanes de habla catalana que denuncian, intimidan y amedrentan a quienes osan hablar en castellano. Supongo yo que el muy payaso se refería a éstos últimos, puesto que son los únicos que rechazan la cultura y la lengua castellanas propias de Cataluña. Algunos de estos inadaptados, por cierto, cobran sueldos públicos, no precisamente menudos.

En fin, son opiniones. Opiniones de un payaso, que si las pone Heinrich Böll por escrito se convierten en obra maestra, pero si las pronuncia un señor desaliñado en lo que se pretende sea un inicio de fiesta ciudadana, deja a mi hija insomne y al resto de ciudadanos desconcertados. Hans Schnier, el protagonista de la novela de Böll, está tan amargado como parecía estarlo el pregonero de Barcelona, pero por lo menos tiene motivos para ello, no siendo el menor que acaba de abandonarle su mujer. Ignoro si el ilustre Poltrona está sufriendo la misma experiencia matrimonial, eso explicaría su aspecto lloroso e incluso que pretendiera embarcarnos a todos en una multitudinaria pelea en lugar de animarnos a festejar la patrona. Eso es cosa suya, aunque si hubiera leído Opiniones de un payaso y hubiera prestado oídos a la reacción que provocó su discurso entre el público, sabría que hay aplausos tan tenues que no son más que el sonido de la decadencia.

Haga caso nuestro pregonero a su predecesor opinante Schnier, y deje de arrastrarse por los escenarios, aunque sean escenarios consistoriales: “Para un payaso que se aproxima a los cincuenta --y Poltrona sobrepasa con creces dicha edad-- existen dos posibilidades nada más: el arroyo o el asilo”.