Mi madre murió cuando yo tenía once años y como llevaba ya cuatro años separada de mi padre, tras un proceso duro y doloroso (como eran entonces casi todos en esos años 70 de una España, esa sí, franquista), y la relación con mi familia paterna lamentablemente se diluyó, fuimos los cuatro hermanos a vivir con nuestros abuelos maternos.

Yo siempre cuento que a partir de esa terrible desgracia tuve suerte. He sido afortunada porque mi abuela, mientras vivió, y mi tía María Gracia, hasta su reciente muerte, me hicieron, las dos, siempre y para siempre y cada una desde su estilo, de madres.

Mi abuela Margarita (se llamaba igual que mi madre) era una republicana y  catalanista incombustible que, de los ocho años sufridos por el  exilio de su marido, mi abuelo Luis, denunciado en plena Guerra Civil por rojo separatista judío masón, aprendió que nada pasa en balde ni cae en saco roto y que a aquellos que monopolizan “la verdad” hay que advertirles de la petulancia de su pretensión y de que, por su soberbia, inevitablemente, se quedarán solos y sumergidos en el ostracismo.

Durante toda mi infancia y juventud en la que viví con mis abuelos  dejábamos la casa de vacaciones tras la Diada. Cada diez de setiembre mi abuela tenía un protocolo vital que no se cambió hasta su muerte. Abría el armario de las piezas importantes que año tras año se guardaban con celoso esmero y sacaba la senyera familiar perfectamente doblada, limpia y planchada. Comprobaba que no había un solo descosido, ni agujero provocado por alguna polilla desaprensiva, ni que la humedad hubiera enmohecido ninguna franja roja ni amarilla. Almidonaba de nuevo la bandera para que luciera impecable y comprobaba que tenía todos los artilugios a punto para colgarla en la puerta del patio que daba acceso a nuestra casa de veraneo El Pati por tantos familiares añorada.

Ella, que siempre trasnochaba leyendo, conversando o cocinando y nunca se levantaba antes del mediodía, el 11 de septiembre (entonces también nuestra Diada), a las 7 de la mañana estaba en pie para empezar a darnos instrucciones de cómo tenía que colocarse la “preuada bandera oferida als catalans per Gifré el Pilós” para que luciera imponente.

¡Cuánto ha llovido desde entonces! ¡Cuántos despropósitos hemos dejado que se perpretasen olvidando al catalanismo aglutinador! ¡Cuántos púlpitos les hemos dado a los temerarios líderes independentistas que se han apropiado de cualquier identidad nacional catalana!

Gracias a estos líderes independentistas nefastos, oscuros, dogmáticos y sectarios que buscan y promueven la confrontación entre ciudadanos y que tienen como portavoz y emblema para capitalizar el futuro en este día simbólico a la señora Elisenda Paluzié se ha conseguido convertir a Cataluña en un país minúsculo.

Hemos dejado que los independentistas roben la celebración de la Diada a todos los catalanes. Nos han expulsado a todos aquellos catalanistas que queremos y defendemos, en nuestro ejercicio personal y  profesional diario, nuestra lengua, idiosincrasia, singularidad, tradiciones, historia y nuestra capacidad de proyección internacional. Lo consiguieron hace años expulsando de las manifestaciones a todos los no independentistas y ahora, este año, ante la actualidad de que hay un Govern que busca gestionar y gobernar la realidad pretenden echar también a los independentistas no unilateralistas.

Ojalá no les llueva. Así no habrá excusas y tendrán claro a cuántos nos han arrojado de esa celebración que nació para ser de todos.