La tarea de destrucción urbana a la que durante unas semanas se ha entregado una representación significativa de los cachorros del independentismo delata una pulsión fóbica difícil de esconder o disimular. Porque no es normal el ensañamiento con una ciudad reconocida por su vocación de civismo y objeto de un extendido sentimiento de admiración y estima. A no ser que los agentes del vandalismo hayan renegado de su condición de ciudadanos, no sean barceloneses o se sientan identificados o bendecidos por una ideología antiurbana.

La calificación de ensañamiento no es gratuita. Las hordas encapuchadas sometieron al fuego no sólo contenedores de basura, sino todo tipo de mobiliario urbano, semáforos, veladores, marquesinas. Dañaron gravemente, además, el asfalto y el pavimento de las aceras. De la ocupación del espacio público, tan de cara a los activistas nacionalistas, se ha pasado a su destrucción.

Hubo un primer intento de atribuir el vandalismo a unos hipotéticos infiltrados, un recurso que surge siempre para tranquilizar la mala conciencia. Pero el malentendido fue cortado rápidamente por quienes se sentían cómodos con el activismo destructivo y, de hecho, eran sus inspiradores. Ahí coincidieron la portavoz de la CUP, Mireia Boya, y la de JXCat, una inefable Laura Borràs que presume de madre y de entender a los jóvenes. Los vándalos, aclararon, “són el nostre jovent” ("son nuestros jóvenes"), algo que habían comprobado de primera mano todos aquellos ciudadanos que fueron testigos de la furia incendiaria y que más bien pensaron que se encontraban ante los rasgos siniestros de una giovinezza que nadie esperaba.

Los disturbios se tradujeron en un afán destructivo que no se puede entender sin el estímulo del odio, del odio a una ciudad que es símbolo de mestizaje, de tolerancia, de apertura y de rechazo al simplismo nacionalista. Es una confrontación que quizás puede hundir sus raíces en la dicotomía carlistas-liberales y en la desconfianza rural hacia la ciudad en lo que algunos podrían identificar como el “síndrome Manelic” puesto al día. La ciudad, como la nueva Terra Baixa, refugio de la doblez, de una sociedad insensible a los valores de la tierra y corrompida por el progreso.

Pero la destrucción no ha sido estrictamente física. Barcelona ha sufrido en lo que mejor la caracteriza, es decir, el compromiso cívico, el respeto por la propia ciudad y, sobre todo, por sus reglas de juego. Tras los tristes episodios de estos días, los grupos radicales están intentando que los ciudadanos de Barcelona normalicen algo que jamás ha sido normal en Barcelona, es decir, el incivismo, la coacción y el deterioro activo de la convivencia.

Todo tiene una explicación, y el nada ingenuo reconocimiento de los dirigentes nacionalistas, ahora independentistas, aporta una notable claridad.

Era esperable el desdén de los políticos nacionalistas oficialistas como el propio presidente vicario Quim Torra o los consellers Calvet y Budó que han dado su apoyo nada disimulado a los vándalos. Pero resuena todavía con mayor fuerza el silencio de los dirigentes de los Comunes, y en particular de la alcaldesa, Ada Colau, que no han sido capaces de articular ni una sola expresión de condena de los destrozos ni de apoyo a los, en este caso sí, vecinos que se han visto afectados por la barbarie.

La historia reciente ayuda a entender estos fenómenos. El nacionalismo catalán ha sido como mínimo indiferente al protagonismo de Barcelona. De hecho, ha tendido en los momentos de mayor exaltación a marcar distancias con el fenómeno de su proyección. Es una actitud que quedó muy clara con ocasión del proyecto de los Juegos Olímpicos de 1992 y de la transformación radical de la ciudad que se llevó a cabo en unos pocos años.

El nacionalismo, encarnado en aquellos años en el formato Pujol, vio desde el principio como un riesgo para su proyecto político el relanzamiento de Barcelona y su cambio de Liga en la competencia mundial de ciudades. La nueva representatividad de Barcelona se entendió desde su punto de vista como una grave amenaza para la operación pujolista de renacionalización de Cataluña.

El equilibrismo de la política de Pujol ante los proyectos de Barcelona alcanzó la cota de un auténtico arte que se podría resumir en su farisaica advertencia cuando confesó que “podríamos haber puesto palos en las ruedas” de la operación olímpica. Según el expresidente, ni la Generalitat ni Convergència llegaron a hacerlo.

Es opinable si la Convergència de Pujol alcanzó a poner palos en las ruedas del proyecto olímpico, pero lo que sí hizo fue limitar al máximo su apoyo y mantener en todo momento el freno de mano activado. El Govern de la Generalitat se negó a entrar en Holsa, la sociedad gestora de las instalaciones olímpicas, hueco que tuvo que ser llenado por el Estado, se opuso al plan de hoteles, montó el “pollo” de la inauguración del Estadi Olímpic y una manifestación contra el alcalde Maragall en Montserrat justo a una semana de la apertura de los Juegos. El hostigamiento de los muchachos del Freedom for Catalonia en el recorrido de la antorcha por Cataluña se salvó gracias a una vigilancia extrema y eficaz de las fuerzas de seguridad.

La incomodidad nacionalista culminó con el zarpazo final de la abolición de la Corporación Metropolitana de Barcelona y, no hay que olvidarlo, el empujón antimetropolitano de los consells comarcals, una sectaria complicación administrativa que este país sigue sufriendo. Es relevante subrayar que la abolición de la CMB se hizo inmediatamente después de que Barcelona fuera designada sede los Juegos de 1992.

La mutación del catalanismo conservador en independentismo ha conllevado el paso de la indiferencia o de la obsesión intelectual a algo muy parecido al odio a Barcelona, compartido en buena medida por el impulso menestral y ruralista de un partido como ERC, que no consigue desprenderse de la impronta desconfiada y anticosmopolita de algunos de sus referentes históricos más relevantes. Es una actitud que se plasma con luminosa claridad en su apoyo inamovible a una legislación electoral de Cataluña, que prima descaradamente las áreas no urbanas del país.

En un momento de máxima tensión en Barcelona, los dirigentes de ERC han perdido una excelente oportunidad de desmarcarse de la violencia y han preferido seguir con su cansina catarata de insultos contra el sistema constitucional, una labor en la que ha destacado Ernest Maragall, su converso en jefe.