Hay un grupo de gentes conocidas de Madrid que aman a Cataluña, comenzando por su alcaldesa. Es de agradecer, saberse amado en tiempos turbulentos es gratificante para cualquiera y amar al prójimo es deber de buen cristiano. Incluso la vicepresidenta Sáenz de Santamaría habrá expresado su amor por la tierra de la Moreneta más de una vez, pero este tipo de declaraciones nos sirve de poco. El desencuentro entre España y Cataluña no es una cuestión de desamor, sino de ninguneo político e institucional persistente en los últimos años. Lo nuestro es cosa de respeto y reconocimiento mutuo.

Cuando escucho a alguien declarar su amor por Cataluña siempre me espero lo peor. Claro que prefiero unas palabras dulces a una agresión verbal como la propinada por Quevedo, el pepero de su siglo, cuando en su día dijo aquello de "son los catalanes aborto monstruoso de la política". Nadie quiere sentirse ofendido, pero tampoco entretenido en el intercambio de bonitas declaraciones de amor que no conducen a ningún sitio. Pero así estamos, es tal la presión ambiental, el cierre de filas existente en Madrid entorno a la idea de la unidad sagrada, que no podemos esperar de los amigos y de las gentes inteligentes de allí otra cosa que unos besos simbólicos. Es poco, tan poco como lo que les podemos ofrecer nosotros a ellos dada la obstinación de nuestra otra mitad en dar por finiquitada una relación con mucho campo por explorar.

Nadie quiere sentirse ofendido, pero tampoco entretenido en el intercambio de bonitas declaraciones de amor que no conducen a ningún sitio

Cuando hubo algo entre nosotros, catalanes y españoles, la solidaridad se demostraba con acciones de cierto compromiso personal y colectivo. Pronto va a cumplirse el aniversario de la famosa cena del Ritz, celebrada con ocasión del homenaje a los intelectuales y escritores españoles que en 1924 osaron firmar un manifiesto en defensa de la lengua catalana. Fernando de los Ríos, Ortega y Gasset, Ossorio y Gallardo, Bergamín, Pedro Salinas y así hasta 120 personalidades le pusieron su nombre a pie de página y se lo mandaron al dictador Primo de Rivera.

Al cabo unos años, en marzo de 1930, sus homónimos catalanes les ofrecieron en plena dictablanda, un 155 a lo grande, dicho homenaje al que acudieron la gran mayoría de los firmantes. Pi i Sunyer, Pompeu Fabra, Puig i Cadafalch, Nicolau d'Olwer y varios cientos más personajes catalanes relevantes de la época cenaron con ellos y cuando acabaron mandaron un telegrama al presidente del consejo de ministros, el general Berenguer, exigiendo "la derogación de las disposiciones de la dictadura que han oprimido y agraviado la lengua y la libertad de Cataluña".

Américo Castro dijo a lo que vinieron desde Madrid: a entablar el diálogo de las letras después de acabar con el monólogo de las armas. Las armas y la represión solo fueron acalladas por unos pocos años, desgraciadamente; sin embargo el valor de aquel gesto parece ahora difícil de repetir. El silencio actual no se explica por el miedo a las armas porque no las hay, felizmente, ni tan solo por la severidad de los jueces con todo aquel que se mueva en contra de la integridad de la idea imperante de España, la diferencia más relevante es que en aquel entonces la solidaridad se asentaba en un proyecto común, el progreso y la república para todos los pueblos de España, en el que el reconocimiento político de Cataluña era imprescindible para cerrar una alianza con probabilidades de victoria. En las comidas de gente guay no parece que haya nada por construir. Solo palabras de amor.