Para entender el alcance real de la distancia social que estamos obligados a mantener, basta con medir la distancia de dos metros entre dos puntos. Es una operación muy sencilla, pura geometría. Después, una simple mirada, nos da idea exacta del alejamiento que, en principio, debe salvaguardarnos de cualquier riesgo de contagio al estar con alguien que no sea persona conviviente: un trecho ligeramente superior a mantener los brazos en cruz entre dos personas. Esa es una parte de la normalidad presente, ni más ni menos. ¿Es posible relacionarse así? ¿Hasta cuándo?

Hagan el ejercicio para tener una idea precisa de la dimensión del sentido de la responsabilidad que a cada uno compete y evaluar la profundidad del abismo que nos separa. Basta con echarse a la calle, cumpliendo con unos horarios reglados no precisamente fáciles de computar, para valorar el nivel de compromiso personal y colectivo que impera. Somos gregarios por naturaleza y prevalece el sentido de manada. La libertad de movimiento forma parte de la cultura europea como una de sus señas de identidad más propias. Pálidos como pergaminos, estamos obligados a ejercitar el paseo por decreto oficial, prescripción facultativa o recomendación terapéutica. Sin embargo, en unos casos, el miedo a la imprudencia de los demás atenaza la marcha y, en otros, el anhelo de escapar de la cabaña acelera la insensatez. Todo eso cuando se requiere a los sanitarios estar en su puesto de trabajo a primeros de octubre.

Se nos han deshabilitado estilos de vida, hábitos y modelos de convivencia que creíamos inamovibles. Ignoramos cómo será todo mañana. Basta con preguntarse por el próximo curso escolar, con 14 alumnos por aula. Puede suponer un gran salto educativo adelante o un retroceso espectacular en aspectos como la igualdad de la mujer: ante la posibilidad de tener que atender a los pequeños en la vivienda, aunque sea en semanas alternas, parece obvio que se encargará de ello quien tenga el salario más bajo. Y son bien conocidas las diferencias salariales. Ello sin olvidar los casos de familias monoparentales. Podemos prever un desbarajuste de normalidad.

Vivimos acumulando incertidumbres y, sin duda, el factor más alto de vulnerabilidad es la inseguridad sobre el futuro económico y laboral. La normalidad es lo que tenemos en cada momento y no tiene por qué ser igual que hace un tiempo, ni tan siquiera dos meses. Será simplemente distinta. Habrá que ver cómo afecta todo ello a la salud mental, vinculada a la situación de estrés, ansiedad o depresión derivados del confinamiento. También a la perspectiva incierta de un rumbo a lo desconocido. Un estudio, en fase de concluir, de Open Evidence con varias universidades ponía de relieve que lo fundamental para los encuestados ya no es la salud, sino la economía, aunque con diferencias apreciables: el 68% para los italianos, el 60% para los ingleses y el 58% para los españoles, quizá más confiados en la providencia del Estado y so voluntad benefactora.

Hace unos días, una joven treintañera, bien vestida, buen aspecto, tocada con gafas de sol de modelo reciente, trataba de sortear el espacio de las cajas de un supermercado con una bolsa de alimentos. La paró un guarda de seguridad que se limitó a retirarle la bolsa y dejó marchar. No conviene elevar la anécdota a categoría, pero es la imagen de la nueva pobreza que nos amenaza y empieza a ser realidad. Mañana puede ser peor. Son de sobra conocidas ya las colas para recoger comida en Cáritas, Cruz Roja, Banco de Alimentos, parroquias y múltiples instituciones de beneficencia. Algo que retrotrae a tiempos muy pretéritos de la Sopa Boba, las Hermanitas de los Pobres, la Cocina Económica de las Hijas de la Caridad... ¡Un desastre que ya llegó!

Un reciente estudio de la Fundación “la Caixa” sobre “Análisis de las necesidades sociales de la infancia” advertía que dos de cada diez menores (22%) viven en hogares que sufren pobreza laboral: a pesar de que hay algún ocupado en el hogar, su renta disponible es inferior al umbral de pobreza, frente a una media en la UE del 15% y solo por delante de Rumanía (28%). Es también una parte de la normalidad que tenemos. El drama es que situamos a esa infancia que ve a sus padres ir a recoger comida, ante una eventual quiebra de autoestima y en seria posición social de desventaja o de exclusión social. Y quien entra en esa bolsa tiene muy difícil salir de ella.

Somos un país tan singular que, cuando empezamos a asomar la cabeza de una catástrofe, sin querer percatarnos de la que se nos avecina, abrimos los bares y mantenemos cerrados los juzgados. Es lo que tiene la vida regulada por decreto: cuestión de prioridades, ya que no de valores. Será porque los bares contribuyen a la sociabilidad de un país acostumbrado a disfrutar de la calle. Puestos a elegir, mejor bares que juzgados. Es vieja y conocida la maldición: “Pleitos tengas y los ganes”. Podría añadirse “para celebrarlo en los bares”. Quizá resulte chocante, pero es la normalidad que hay.

Ya era complejo entender hace unas semanas lo de llegar al “pico de la curva” de infectados. Ahora, teniendo en cuenta que la incertidumbre alimenta las fantasías, recordemos a Miguelito, el amigo de Mafalda, que se preguntaba “¿Cómo hará el tiempo para doblar las esquinas en los relojes cuadrados?”