En las extintas Democracias Populares de la Europa oriental, un entramado de cargos importantes del partido, de las fuerzas armadas y de la burocracia del Estado formaban, siguiendo el modelo de la Unión Soviética, lo que se denominó “la nomenklatura”. Disponían de poder --del poder real-- y de cuantiosas ventajas en una sociedad dividida en privilegiados nomenklaturistas y el común de la población, pese a la pretensión oficial de haber construido una sociedad unida e igualitaria. Para mantener sus privilegios, esa nomenklatura frenó la caída de los regímenes comunistas cuánto pudo.

En Cataluña, salvando tiempos, contextos y diferencias, existe una “nomenklatura independentista”, que detenta mucho poder efectivo y disfruta de ventajas en una sociedad dividida políticamente en privilegiados independentistas y no independentistas, pese a la pretensión ideológica de que los catalanes somos “un sol poble".

Repasemos algunos datos.

La Generalitat es, después de la Junta de Andalucía, la administración autonómica mejor dotada de personal: 208.256 efectivos (enero de 2020), más un número indeterminado de empleados de régimen laboral, aunque mal distribuido el conjunto, pues falta personal en educación y sanidad y sobra en otros Departamentos.

La Generalitat es la Autonomía con más entes públicos, 362, de variada cobertura jurídica: entidades de derecho público, entidades autónomas, sociedades mercantiles, fundaciones y consorcios (lo que comentaristas críticos llaman “chiringuitos”). Una comparación ilustra sobre la cuantía: Andalucía tiene 276 entes, País Vasco 154 y la Comunidad de Madrid 145.  

Corresponde al Gobierno de la Generalitat el nombramiento de 530 altos cargos y directivos de empresas y entidades públicas. La parálisis del Parlament (con mayoría independentista) mantiene congelada la renovación de 109 cargos, algunos tan relevantes como el Síndic de Greuges, el síndico mayor de la Sindicatura de Comptes o la presidencia y miembros de la Corporació Catalana de Mitjans de Comunicació, a los que se suman los cargos que aún ejercen un mandato ordinario.

Esa abultada estructura ha pasado casi desapercibida para la mayoría de la opinión pública. Últimamente, los medios han hablado de la generosidad de las retribuciones a los altos cargos, comparadas con los emolumentos de cargos similares del resto de España. Pero, apenas se ha abordado el significado político de la estructura y de su centro, la nomenklatura, que pesa como una losa sobre las posibilidades de cambio en Cataluña.

El nacionalismo convergente, bajo la batuta de Jordi Pujol, ha gobernado la Generalitat en coalición con UDC y con el apoyo de ERC desde 1980 hasta el paréntesis de los gobiernos tripartitos (PSC, ERC, ICV-EUiA) de 2003-2010, y después ha seguido gobernando hasta hoy, instalado ya en la deriva independentista. Durante este período de más de treinta años se ha formado y consolidado una nomenklatura de políticos nacionalistas, altos cargos, directivos, gerentes y funcionarios afines que ha alcanzado la envergadura y el poder actuales.

El paréntesis de los presidentes Pasqual Maragall (2003-2006) y José Montilla (2006-2010) no alteró sustancialmente la estructura. Se cambiaron o sobrepusieron un número determinado de cargos, principalmente de confianza, pero la concepción nomenklaturista del poder de ejecución continuó siendo la misma.

Es ese un poder real y sin control democrático directo. Por ejemplo, de los directores y gerentes de entidades del sector público: salud, educación, interior, urbanismo, cultura, etc, dependen decisiones de mucho calado y de mucho gasto, que marcan toda una orientación. Ciertamente, aplican las partidas del presupuesto aprobado en el Parlament, pero la concreción y ejecución es la que deciden ellos y en este detalle reside su poder.

A eso hay que añadir que la administración pública de la Generalitat, en general, difícilmente podía eludir la influencia del sesgo ideológico y partidista de quienes la han modelado y la han dirigido tanto tiempo. El servidor público, entre otras obligaciones, tiene que observar una estricta neutralidad. Pero con frecuencia el silencio ante decisiones políticas cuestionables se ha impuesto o --peor-- se ha tenido que dar la validación administrativa expresa a tales decisiones, creándose así una confusión entre el brazo político y el brazo administrativo.

La combinación de nomenklatura, administración sometida (o cuando menos influida) y medios de comunicación controlados (TV3 y Catalunya Ràdio) y subvencionados explica, en lo fundamental, la dominación de la larga era nacionalista-independentista.

Hay tanto poder en juego que el verdadero obstáculo en las negociaciones de ERC y JxCat, aunque lo oculten, es el reparto del poder en la nomenklatura. La CUP es el convidado de piedra en la negociación (no tiene por ahora cuota de nomenklatura), pero, aunque no forme parte del gobierno, será cómplice del mantenimiento de la voraz estructura por su decisivo apoyo parlamentario a los que gobiernen.

El cambio en Cataluña dependerá en buena medida de la resistencia de la nomenklatura independentista a perder sus privilegios. Ya un indicio de resistencia es la alarma en los nomenklaturistas de JxCat (y sus presiones) ante la contingencia de quedarse JxCat en la oposición y ellos tener que cesar en sus cargos.