No quiero que el día de los Enamorados los catalanes vayamos a votar por el consejo de los doctores, que dicen que esta tercera ola de la pandemia es más peligrosa que las anteriores. Doctores tiene la Iglesia Creo que por una vez el Govern de la Generalitat se comporta como debe.

Los catalanes somos originales y nos gusta recrear cosas del pasado. Poca gente conoce en profundidad la Historia, que a mí me encanta tanto como el periodismo. El ex president de la Generalitat, Artur Mas, nos convocó el 9 de noviembre del 2014 para votar simbólicamente la independencia de Cataluña del resto de España. ¿Por qué ese día de noviembre? No lo dijo, pero ese día se cumplía las bodas de plata de la caída del Muro de Berlín como metáfora de levantar un muro en sentido contrario: romper España por el triángulo del noroeste. Nadie lo dijo. Como me encanta la Historia lo sabía. Mas también, pero no lo dijo.

Votaron casi dos millones de catalanes, casi todos 'estelados'. Casi todos los constitucionalistas nos quedamos en casa, ajenos a una farsa que no era ilegal pero sí alegal. No estaba prohibido que los medios públicos, de Artur Mas, actuaran como caja de resonancia.

Los independentistas son muy creativos y tienen mucha imaginación. Les gusta enfrentarse a un muro inexpugnable, como se enfrentaron en octubre de hace tres años. Los protagonistas de aquello aún están en la sombra o fugados.

La virtud que tienen es la constancia que también tenemos los catalanes constitucionalistas, porque unos y otros hemos crecido en el mismo ambiente social. Por eso, para los catalanes que nos sentimos también españoles no es una pesadilla colectiva. Si les produce dolor al resto de los españoles, más dolor nos causa a nosotros.

Es una condena como el Mito de Sísifo eterno. Es el mito griego de una tragedia sin final: el castigo le condena a empujar y a empujar Como castigo, fue condenado a perder la vista y a empujar perpetuamente un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle, desde donde debía recogerlo y empujarlo nuevamente hasta la cumbre indefinidamente.

Aprendí ese mito con diecinueve años, en la Transición, en 1977, en una revista sindicalista presidida por un líder, Pedro Conde, que vive en Valladolid. Lo conocí entonces. Esa revista tenía un estilo político, sindical y literario que me encantaba porque era poético. Al sindicalista le gustaba la poesia. Esa revista sólo duró un año….