Todos aquellos que vivimos en Cataluña estaremos de acuerdo en que la sensación de agobio en las calles ha bajado a niveles ínfimos en comparación con octubre del 2017. Ahora casi acelera más el inicio del calor que la propia política. La tranquilidad de la llegada del verano incluso permite bromear sobre si realmente pasó algo hace apenas unos meses. Las calles, que nadie nos engañe, están tranquilas.
La radicalización del procés ha hecho perder muchos adeptos en el campo de batalla. No es lo mismo pasear un día festivo, como la Diada, con un bocadillo de chóped, en un autocar bien pagado, entre multitudes, que recorrerse media Cataluña para participar en una casi reunión de pocos amigos para reclamar nadie sabe aún el qué. Y lo peor, pagándolo de su bolsillo.
La pérdida de la calle obliga a buscar escenarios más cercanos, obviamente más reducidos y, por ende, con el radicalismo en volandas con un presidente xenófobo, más combativos. En esa combinación alguien pensó en las playas. Unas cruces que nadie sabe de dónde han salido --suponemos que algún buen samaritano se estará haciendo de oro con las mismas-- permiten trasladar el silencio de las calles a la arena donde rompen las olas. Allí, ya no en silencio.
Los actos multitudinarios han muerto en el procés. Ahora asistimos a actos casi de comandos organizados, con una decena de personas altamente radicalizadas, cuyo fin es simplemente generar miedo a quien no piense como ellos. Plantar cruces no es precisamente un icono de las sonrisas. La perversión de los independentistas es buscar la confrontación desde la nimiedad. A nadie se le ocurriría quitar un bandera estelada en una manifestación de 100.000 personas, pero es obvio que muchos pueden simplemente arrancar una cruz de una playa.
Los independentistas han perdido las calles. Han perdido a sus líderes, fugados o en la cárcel. Han perdido, de momento, hasta el gobierno. Un día perderán el Parlament gracias a sus fugados. Pero quizás, como aquellos grupos terroristas de los años 70 y 80 en Europa, busquen el refugio de las cosas próximas, de las cosas simbólicas, de los lugares como las playas. Simplemente, por eso, hay que evitar al máximo que las playas sean su refugio. Como las calles, las playas también son de todos. Y deben ser limpiadas de los nuevos símbolos del odio.