En Portugal, a Mauricio Botton le hacen la ola. El heredero de los fundadores de Danone ha donado 50 millones de euros para la creación en Lisboa del Champalimaud Pancreatic Cancer Centre. En Cataluña, Botton era solo otro rico empresario que salió corriendo ante la deriva independentista. “Los que se van ya volverán”, dijeron quienes viven del procés. Pero, cuatro años después del éxodo, los que se fueron no han vuelto. Basta pasearse por Madrid, Navarra o Portugal para comprobar que los catalanes (y sus negocios) siguen instalándose fuera.

Los Botton, Mauricio y Carlota, se fueron tras el referéndum ilegal de 2017 en Cataluña, la región donde su abuelo –el judío sefardí Isaac Carasso— fundó la primera empresa comercializadora de yogures. La pareja vivía en Avinyonet del Penedès, famoso por su elevada renta per cápita, la segunda más alta de España. Allí pagaban sus impuestos los señores Botton. Con su marcha, Avinyonet habrá sufrido una fuerte caída en el ranking. Además de la citada donación, la familia realiza inversiones en la producción de aceite en el Alentejo.

La inversión extranjera es bienvenida e incentivada. El presidente luso, Antonio Costa, asistió recientemente a la firma del contrato con Repsol para edificar, en el puerto de Sines, dos nuevas plantas dedicadas a la producción de materiales reciclables para la industria farmacéutica, automovilística y alimentaria. La operación se eleva a 657 millones de euros, la mayor aportación extranjera de los últimos 10 años, y el Gobierno portugués ha concedido incentivos por valor de 63 millones. Es un gobierno business friendly, que dirían los anglosajones.

Costa se reunió con Antoni Brufau y Josu Imaz, presidente y consejero delegado de Repsol, respectivamente, y declaró que el proyecto “tiene interés nacional”. El jefe del Ejecutivo portugués hasta se atrevió a proponer “una mayor integración económica entre los dos países de la península Ibérica”.  El famoso refrán “De Espanha nem bom vento nem bom casamento” (“De España, ni buen viento ni buen casamiento”) ha sido olvidado.

Portugal no tiene impuesto de patrimonio ni cobra sucesiones en las herencias de padres a hijos. De hecho, solo hay tres países europeos que aplican un impuesto anual sobre el patrimonio neto: Noruega, España y Suiza. En España es una tasa, al igual que la de sucesiones, cedida a las Comunidades Autónomas; sus gobiernos deciden si las aplican y en qué cuantía.

Tras la pandemia, la península Ibérica tiene más necesidad que nunca de fomentar la inversión. No es de extrañar que Isabel Ayuso insista en que Madrid no va a subir impuestos. En otra onda ideológica, el socialista Costa también parece decidido a mantener las ventajas para atraer talento e inversores. Tras las protestas de su socio circunstancial, el Bloco de Esquerda (el Podemos portugués) se limitó a rebajar las condiciones ofrecidas a los jubilados europeos. Los residentes no habituales pagan ahora un 10% por sus pensiones, en vez de nada. Sigue siendo una gran ventaja. Madrid y Portugal son dos lugares con gobiernos muy diferentes –uno conservador y el otro socialdemócrata— que han optado por reducir impuestos para fomentar la entrada de capital.

La otra cara de la moneda, la menos amistosa con la empresa, es la que protagoniza Cataluña, una región antes admirada por su capacidad de atraer negocios. Y el problema no es solo fiscal. Un importante empresario catalán me contó que fue al cine con su esposa y, cuando apagaron las luces, varios asistentes le abuchearon, gritando su nombre, diciendo: “Vete de Cataluña, botifler. No ha vuelto al cine, aunque sigue viviendo en Barcelona.

Cuatro años después del famoso referéndum, nadie en el Govern de la Generalitat se atreve a mencionar la posible vuelta de las sedes de los grandes bancos y compañías catalanas, menos aún hablan de atraer multinacionales. Hacen ver que “aquí no pasa nada”.

¿Por qué instalarse en Cataluña y pagar más impuestos que en regiones vecinas para, además, ser abucheado? Esa es la pregunta del millón. La hostilidad hacia el empresariado, más preocupado por la cuenta de resultados que por la independencia, acaba derivando en tolerancia frente a las agresiones, en falta de autoridad en la calle. Las noches de los cristales rotos del paseo de Gràcia o los cortes de tráfico en manifestaciones sin autorización, pero toleradas, son muestra de una absurda permisividad. Las patronales Foment y Pimec, a la vez que el Círculo de Economía, llevan meses advirtiendo de la necesidad de cambiar la situación. Los inversores se van con su dinero a otra parte, también en busca de tranquilidad. El éxodo catalán no fue un hasta luego, era un adiós.