En las recientes noches de Barcelona queda ilustrado --a modo de una secuencia a peor-- cómo, entre el procés y los antisistema, Cataluña va más allá de la crisis de autoridad y entra en la fase de ausencia de autoridad. La nueva fase puede prolongarse hasta el límite si se conforma un ejecutivo autonómico con ERC, JxCat y el beneplácito de la CUP.  Eso no es --como se decía-- un “glissement à gauche”-- sino una disrupción permanente, la propia de un vacío de autoridad cuando incluso los gobernantes dan preferencia a un rapero acusado de no pocos delitos y no dan su apoyo explícito a las fuerzas del orden público. ¿Está suficientemente protegida la ciudadanía que vive en las zonas en llamas? 

Según ese saber tan de nuestro tiempo que es la sociología buenista se dice que esos jóvenes con capucha que dan patadas a los furgones de los “mossos” son víctimas del paro juvenil. Siendo el paro juvenil uno de los problemas más acuciantes, si todos los afectados se echasen a la calle Barcelona sería ahora un montón de escombros pero es que la mayoría de jóvenes, en el paro o con un futuro muy incierto, lo que hacen es buscar trabajo, tener la protección de sus familias, acogerse a las capacidades asistenciales del Estado, trabajar en la economía sumergida, aceptar trabajos ultraprecarios o hacer cola en las oficinas de empleo. En su mayoría saben que la salida no está en quemar cajeros automáticos sino en canalizar su malestar con eficacia y resiliencia.  

No es el paro juvenil. Es el desgobierno. Cuando un expresidente de la Generalitat está prófugo y sigue con sus vídeo-soflamas o cuando Podemos no condena la violencia no hay ejemplaridad institucional y todo es posible, como que un rapero que expresa violencia y la practica --según lo indican los jueces-- lidere noches de disturbios en plena pandemia, a las puertas de una nueva crisis económica y al socaire de la honda inestabilidad política.

El discurso hegemónico es, tras condenar protocolariamente la violencia, que cuanto antes hay que reformar el Código Penal para que la libertad de expresión quede mejor protegida. ¿Es que no está suficientemente protegida por la legislación vigente o hay que tener en cuenta que ese ha sido siempre sido un problema de difícil acotación jurídica en los sistemas demoliberales?

Pongamos por caso, cuestionar la validez de la monarquía. Tiene críticas, y más todavía con un partido antisistema y chavista --“!Qué te calles!”-- en el gobierno, pero esos críticos no ha sido procesados, en virtud del derecho a expresarse libremente. Un gran juez dijo que la libertad de expresión puede limitarse, como en el caso de quien grita “!Fuego!” en un teatro lleno. Y esa es la cuestión y de lo que se trata es de concretar si una sociedad abierta puede optar, con sanciones, por defender de la injuria y la agresión los símbolos supremos que le dan continuidad y valor. Mientras tanto, lo políticamente correcto es hacer rogativas para una reforma del Código Penal. Este sería el peor momento porque de uno u otro modo justificaría los actos delictivos de Hasél y el combustible que los antisistema llevan en sus mochilas para coartar la libertad de todos.