Es fácil echarle la culpa al empedrado, sobre todo si este es tan resbaladizo como internet. No son pocos los intelectuales (aceptemos que existen, aunque solo la universidad titula doctores) que responsabilizan a las redes de servir de altavoz para los pensamientos pocos elaborados, en ocasiones impuros y con demasiada frecuencia hirientes para quienes los provocan o los reciben. Umberto Eco llegó a asegurar que “las redes le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”, entre ellos al “tonto del pueblo”, que ha sido promocionado “al nivel de portador de la verdad”.

Pero ahí radica precisamente la grandeza de internet y, por asociación, de las redes sociales: han democratizado la opinión. El “tonto del pueblo” tiene tanto derecho a expresarse como “el listo”. Sus expresiones serán juzgadas por los receptores en función de la confianza que despierten, un aval cuyo valor depende del fundamento (el conocimiento), la sinceridad y la credibilidad del emisor. Para ejercer la libertad de expresión no es necesario pedir permiso ni estar en posesión de un carné que acredite un cierto nivel de inteligencia. Si así fuese no sería una libertad, sino un derecho otorgado incompatible con un régimen democrático.

Las redes están plagadas de excesos, insultos, inexactitudes, falsedades, frivolidades e infinidad de desechos verbales, pero también rebosan conexiones, buenos sentimientos, información, alertas, solidaridad, afectos y descubrimientos

Las redes están plagadas de excesos, insultos, inexactitudes, falsedades, frivolidades e infinidad de desechos verbales, pero también rebosan conexiones, buenos sentimientos, información, alertas, solidaridad, afectos y descubrimientos. Cuando son juzgadas desde un paradigma de control, muy habitual en las élites, se convierten en armas de destrucción masiva de la verdad, de una verdad otorgada y piramidal, pero cuando son concebidas como un mero canal de comunicación, su maldad queda limitada al criterio moral de quién las utiliza.

Bien es cierto que las redes no son neutras porque están gestionadas con algoritmos cuya programación responde esencialmente a intereses comerciales. Y hay que tener mucho criterio para no dejarse secuestrar por fórmulas que estimulan la segregación de dopamina, como la información que atesoran los likes que damos y los que recibimos o las huellas que dejamos con nuestras cookies.

Los gestores de tales repositorios de información y opinión personales deben hacer un uso honesto y ético de los mismos, lo cual incluye salvaguardar su privacidad. Así lo advirtió Mark Zuckerberg en su reciente comparecencia ante el Congreso de Estados Unidos por el escándalo de Cambridge Analytica al recordar que su empresa recomienda al usuario personalizar los márgenes de su privacidad, aunque también admitió que Facebook recopila datos incluso cuando no estás registrado. Por cierto, durante las diez horas que duró su interrogatorio parlamentario, el valor del paquete accionarial de Zuckerberg creció en 3.000 millones de dólares.

Un mundo digital en el que listos y tontos se miran en el mismo espejo y que requiere, como en cualquier otra comunidad, un esfuerzo de convivencia

Las redes se alimentan de los contenidos que generan los propios usuarios. Cada uno de nosotros es responsable de lo que decimos, ya sea en la barra del bar o en Twitter, y nuestras manifestaciones, tanto si son analógicas como digitales, están sometidas a los límites que imponen las leyes, particularmente en el ámbito del honor, la intimidad personal y familiar y la propia imagen.

Vemos y nos miramos en el gran espejo socio-digital. La fidelidad de la imagen que refleja el cristal dependerá de cuánta dosis de sinceridad apliquemos en el ejercicio de una de las funciones cerebrales más complejas: la capacidad de reconocernos, bautizada científicamente como self mirror recognition. Cuando escribimos o colgamos una foto hemos de ser conscientes de que estamos construyendo nuestra imagen pública.

Todos tenemos que aprender a usar el poder que la tecnología ha puesto en nuestras manos. Compartimos un escenario nuevo en el que todo el mundo comunica, un orden distinto que se caracteriza por un cierto desorden, fruto de su transversalidad, universalidad, movilidad e instantaneidad. Un mundo digital en el que listos y tontos se miran en el mismo espejo y que requiere, como en cualquier otra comunidad, un esfuerzo de convivencia.

Por ello, sería de agradecer que los intelectuales que claman contra las redes tuviesen la generosidad de compartir sus conexiones neuronales para formar a esas legiones de necios cuyo principal pecado es haber encontrado una puerta que les permite acceder al campo, una tierra digital donde crecen tan rápido las malas hierbas como las más bellas flores.