Cuestionar la realidad, defender mitos, promover la ira y la paranoia pero sobre todo la mentira, es lo que une a los fascistas del pasado con la nueva ola de líderes de extrema derecha del presente. Es lo que plantea Federico Finchelstein en su último libro Breve historia de la mentira fascista, donde repasa como la mentira y el fascismo han ido de la mano a lo largo de la historia y analiza como sus versiones modernas en Estados Unidos, Brasil, Italia o Hungría basan también su poder político, tal y como hicieron los fascistas del pasado, en la cooptación de la verdad y la diseminación generalizada de la mentira. Hoy la mentira ha vuelto al poder, nos dice, y con distintos rostros y maneras, los movimientos y líderes neofascistas se hacen fuertes gracias a ella.

Finchelstein y otros autores coinciden en que bajo un manto de aparente heterogeneidad, hay otros elementos que la extrema derecha y los neofascismos contemporáneos comparten entre sí. La defensa de un nacionalismo étnico y excluyente y una forma autoritaria de concebir el mundo son dos de ellos, así como las posiciones ultraconservadoras y el rechazo extendido hacia las personas inmigrantes y los movimientos feministas y LGTBI. La división del mundo entre “nosotros y ellos” y la tolerancia del uso de la violencia para conseguir los objetivos propios son elementos comunes así como la afirmación de que los medios de comunicación tradicionales no tienen nada que ofrecer más que mentiras.

No es casualidad su odio hacia el periodismo independiente y de calidad, sobre todo hacia los medios públicos de comunicación y el papel que juegan en nuestras democracias. Hablamos poco de ello cuando hablamos de neofascismos y de extrema derecha pero sería imprescindible hacerlo. Porque los medios públicos de comunicación, y el periodismo independiente de calidad, representan la antítesis de todo aquello que persiguen los nuevos extremismos y son, al mismo tiempo, una de las mejores herramientas para combatirles.

Los medios públicos de comunicación, son, por ejemplo, los que pueden garantizar, por su independencia de intereses privados, la polarización y la desinformación de la que los discursos extremistas se nutren. Son los que están en condiciones de mostrar los imprescindibles matices, de poner luz sobre informaciones intencionadas, de desmontar fake news y desarmar campañas racistas o basadas en el miedo. No es por eso casualidad que una de las primeras reacciones de los líderes de extrema derecha cuando llegan al poder sea la de atacar la información de calidad porque entorpece uno de sus principales objetivos que es la propagación de la mentira.

Durante el debate sobre la necesidad de construir nuevos imaginarios de futuro en un contexto marcado por los discursos de odio y los autoritarismos que mantuvieron la filósofa Carolin Emcke y la periodista Masha Gessen en la Biennal de Pensament celebrada recientemente en Barcelona ambas pusieron sobre la mesa esta cuestión fundamental. Los medios públicos son claves para luchar contra los discursos de odio. Gessen profundizó, por ejemplo, en cómo el formato de tertulias ayudó a distorsionar la realidad y facilitar el triunfo de personajes como Trump o Meloni. ¿Por qué? Porque en las tertulias vemos personas hablando de todo sin saber realmente de nada, algo que contribuye no sólo a la desinformación sino también a la polarización porque lo que funciona mejor en un formato así es eliminar los matices, algo que termina reforzando las posiciones maximalistas. Las tertulias, explicó Gessen, distorsionan la realidad porque provocan una suerte de nihilismo epistemológico en el que acabamos haciéndonos una idea de la realidad que no es real. En vez de conocerla por sí misma la construimos a través de la imagen que nos creamos de ella.

Los medios públicos de comunicación en Cataluña tienen un papel importante que jugar en este ámbito. Tanto en aquello que tiene relación con desmontar las mentiras y las informaciones intencionadas, como a la hora de apostar por formatos que permitan a la ciudadanía conocer la realidad por sí misma sin caer en el nihilismo epistemológico que plantea Masha Gessen.

En los últimos años hemos visto cómo se ha extendido la fórmula de nutrir gran parte de los espacios informativos con un formato económico y fácil de producir como es el de las tertulias en vez de contribuir a poner luz sobre las cosas que estaban sucediendo en Cataluña y en el mundo con paneles de expertos y entrevistas en profundidad, que es lo que se espera de los medios públicos. En vez de apostar por el equilibrio y la neutralidad, optaron en demasiadas ocasiones por alimentar la polarización de la sociedad catalana que acabó en algunos casos asimilando eslóganes que nunca deberían haber formado parte del debate político porque no se basaban en datos reales, como, por ejemplo, el “España nos roba”.

En esta nueva etapa, TV3 y Catalunya Ràdio tienen la responsabilidad no sólo de contribuir a reforzar valores como la convivencia y el respeto, que nunca se deberían haber abandonado. Tienen combatir también las mentiras intencionadas y los discursos de odio. Tal y como nos proponía Masha Gessen, tenemos que considerar a los medios de comunicación públicos como bienes públicos de seguridad porque no hacerlo es como dejar que se distribuya agua contaminada en un territorio en que el agua limpia es un bien de primera necesidad.

Carolin Emcke, alertaba también durante el debate con Masha Gessen sobre la necesidad de no olvidar los horrores del siglo XX ni sus paralelismos con el presente porque no estamos libres de repetirlos, tal y como estamos viendo en Ucrania. Las autocracias, nos decía, usan palabras vacías de significado para crear un ruido de fondo que hace parecer que es imposible entender la realidad. La única forma de combatir esto es la claridad y un uso claro del lenguaje. Esa es la misión que tienen encomendada nuestros medios públicos de comunicación que deben jugar un rol fundamental a la hora de luchar contra la banalización de hechos dolorosos del pasado que no pueden volver a repetirse pero también para combatir el odio que subyace en una era en que se ha normalizado negar la realidad.