En la más íntima memoria de los niños que fuimos descansan cada una de las fiestas navideñas que nos cobijaron durante nuestra infancia.

En la mía, se mezclan de manera inevitable dos ciudades: Girona, que nos acogía en la cálida y siempre bien olorosa casa de los abuelos, y Barcelona, llena de luces, transeúntes y villancicos que alrededor de la Catedral magnificaban la ciudad y las fechas gracias a una Fira de Santa Llúcia entrañable

Ahora, como en cada año, en cualquiera de las dos ciudades, se repite el ritual. La memoria recupera detalles de todos de los acontecimientos familiares que, te gusten o no, volverán, sin solución de continuidad, a suceder también en esta ocasión.

Pondremos la mesa y, desde el más absoluto privilegio y si tenemos la suerte de ser de los que nos gusta cuidar los detalles a diario, todos los complementos habrán aparecido de manera natural. Sin esfuerzos. Se habrán replanchado y almidonado manteles. Se habrán colocado con cuidado platos, cubiertos, copas, velas y detalles que magnificarán la estética de los ágapes. Se habrán ido cocinando y horneando caldos, capones rellenos y lubinas fresquísimas y carísimas que deleitaran a los comensales.

Y en el momento del encuentro, daremos y recibiremos para algunos aquellos saludos no siempre amables pero sí educados, para otros la sinceridad cariñosa del reencuentro. Las buenas intenciones, ilusiones y alegrías se mezclarán con algunas resignaciones y contenciones emocionales para evitar que nada, en fechas tan señaladas, se tambalee.

Y para acompañar la inminente y larga tertulia que, como cada año, se prevé intensa, se habrán preparado bandejas de turrones, polvorones y almendrados. Vinos, aguardientes, champagnes y licores... y, a media tarde o de madrugada, algún whisky o unos gin tonics.

La mayoría de nosotros seremos generosos con nuestros invitados, y sacaremos siempre lo mejor de nuestras despensas (solo los mezquinos y pobres de espíritu esconden delicadezas para disfrutarlas en privado).

Nuestras mesas se llenarán de aquellos a los que vemos solo de vez en cuando, o bien repetiremos, con más protocolo del ordinario, comidas y cenas habituales con los nuestros. Y a aquellos a los que la Navidad no nos hace más costumbristas, intentaremos que en la mesa se sienten amigos incondicionales, nuevas relaciones o familias renovadas.

Y todos, cuando llegué el momento de despedirnos y el desorden de la casa propia o ajena nos dé que pensar en el trabajo que queda por hacer, analizaremos y valoraremos en voz alta, y en la privacidad con nuestros íntimos, el encuentro y los comensales. “Este o aquella está mejor o peor que el año pasado, más sociable, más simpático o antipático”. O “aquel otro sigue con las mismas obsesiones de siempre”; o “al de más allá se le ve, por fin, contento y feliz “.

Y mientras todo esto sucede, nuestros hijos, espectadores privilegiados, alejados aún de los prejuicios históricos de los reproches familiares y huérfanos de las vivencias antiguas de los adultos, se van acostumbrando a oír cómo el tono de las conversaciones sube y las discusiones acaloradas se repiten, como cada año, sin que esto represente ninguna ruptura emocional. Ya prevén que son también herederos de la pasión y la vehemencia con que sus progenitores, amigos y familiares, gracias a la oportunidad de la ocasión, el alcohol y las diferencias, derivan las tertulias. Algunos de estos jóvenes, sin ser conscientes, y a pesar de imponerse no hacerlo nunca, repetirán lo que ahora no quieren copiar.  Otros se blindarán para no convertirse en aquello que se les refleja. Y así, siendo testigos de todo, conseguirán mejorar lo que, como público implicado, habrán aprendido.

Pasarán Navidades y Sant Esteve y llegarán los Reyes. Y muchos de ustedes, personas responsables y previsoras si no se demuestra lo contrario, no se habrán podido liberar de las últimas carreras para acabar de encontrar aquel detalle o regalo que, inexplicablemente, se han olvidado o, que habiendo traspasado la responsabilidad a alguien ajeno; pensaban que ya no les tocaría buscar.

Y aunque, como cada año, hayamos encarado este período entrañable lleno de simbolismo, buenos deseos, turrones, polvorones y uvas con la más firme voluntad de no estresarnos, el tema (inherente a las mismas, y que debería ser placentero) de los obsequios para los que quieres y el fin de fiesta de encargos y recados, acaba siendo siempre agotador.

Mis buenas intenciones organizativas de principios de diciembre redactando y haciendo uso de una “mágica” lista que se modifica y amplía a medida que pasan los días, me permite pensar que no se escapará nada. Que lo tengo todo controlado. Que este año no habrá sorpresas de última hora. Pero no. Cuando llega la fecha límite, resulta que siempre te has dejado un pariente o amigo, falta un detalle para uno u otro o, un hecho inexplicable y malévolo, los regalos de los hijos no están compensados y tienes que reequilibrarlos. ¡Qué gran esclavitud!

Por más precisa organización y listas que hayas hecho buscando que la situación no te desborde, no hay un solo año que estas fiestas navideñas no nos produzcan, en algún momento, por más pequeño y sutil que sea, la sensación de descontrol y fallido. Y esta sensación de correr para llegar a buen puerto no es gratuita ni banal. Se nos instala en la memoria y forma parte de nuestro aprendizaje más íntimo.

Y por si nos parecía poco, a este desvarío habrá que añadir, este año, la posibilidad (o no) de tener Gobierno.