La maldad no vive entre nosotros; es uno de los nuestros. No llega de fuera a través de órdenes el ISIS; germina aquí. “La mayoría de los atentados yihadistas en Europa los han cometido ciudadanos europeos”, ha escrito Ramón Lobo, un colega digno de la máxima atención. El terror que expanden las segundas y terceras generaciones de la inmigración masiva es nuestro vecino. La raíz del odio no puede buscarse en las difíciles condiciones de vida de las comunidades de musulmanes sino en la lógica de la yihad, una marea doctrinal que flota en el ambiente, que sobrevuela la distancia que hay entre el vacío existencial y la abstrusa ilusión de los jóvenes entregados a una lucha celestial. Los progenitores de los yihadistas sufren y sienten el descargo de sus vecinos. Tienen derecho a llorar. Horas antes de caer Younes Abouyaaqoub, la madre del terrorista abatido en Subirats, Ghanno Gaanimi, había dicho ante los micros: “Quiero que mi hijo se entregue; lo prefiero en prisión que muerto o matando a otros”. Era el terrible dolor de una mujer inerme ante la sinrazón.

La banlieue no es la causa sino la circunstancia. El engagement del guerrillero islamista no pretende cambiar el destino de la humanidad --como ha ocurrido con el radicalismo de las extremas izquierda y derecha occidentales-- sino su traslación al reino de Alá. Y después de un atentado como el de Barcelona queda pendiente una vez más estas preguntas: ¿Por qué los yihadistas quieren ocultar la inteligencia operativa que despliegan? ¿Por qué siempre dan a entender que utilizan métodos artesanales y arcaicos? ¿Son jóvenes mal entrenados o actúan al dictado de intereses superiores dispuestos a ofrecer una falsa imagen precaria de sus métodos? El recuso a los clásicos es siempre una buena lección. “La aparente debilidad del contrario es tu peor enemigo”, dice Ulises en la Ilíada resumida del profesor Luciano de Crescenzo.

¿Los yihadistas son jóvenes mal entrenados o actúan al dictado de intereses superiores dispuestos a ofrecer una falsa imagen precaria de sus métodos?

En los años setenta y ochenta del siglo pasado, los dogmáticos que combatían el monopolio de la violencia de los Estados hablaban de conocer la naturaleza del poder antes de ejercerlo. Fue el caso de la Baader Meinhof, la banda alemana exterminada en prisión en una noche de cuchillos largos; o del editor italiano Giangiacomo Feltrinelli, radical refinado, que murió en Milán en un acto de sabotaje de los Gruppi d'Azione Partigiana, cuando le estalló un explosivo con el que pensaba derribar una torre de tendido eléctrico. Aquel penúltimo autoproclamado Fidel Castro europeo (el último fue el portugués Otelo Saravia de Carvalho, el jefe del Copcon en la revolución de los claveles, la indolora) fue despedido por L’Unità, diario del Partido Comunista Italiano (PCI), con un obituario desdeñoso al “millonario disfrazado de pobre” y amateur de la insurrección. La pureza de la línea es la sombra permanente del extremismo social, como se vio en el caso de Toni Negri, considerado ideólogo de las Brigadas Rojas, que él denostó estando en prisión; su sentido arrepentimiento le devolvió la libertad y la cátedra de teoría del Estado. Negri no tenía delitos de sangre, pero su grupo atropellaba a políticos, empresarios, fiscales y jueces, esparciendo la muerte y diseminando el dolor en el rostro de los inocentes. Las Brigadas Rojas secuestraron y asesinaron al primer ministro democristiano Aldo Moro porque la Democracia Cristiana representaba un régimen "que oprime al pueblo" y para impedir que se llevase a cabo el compromiso histórico con el PCI. Así lo revelaron 63 miembros de la organización terrorista, juzgados en 1983. La muerte de Moro fue un crimen de lesa humanidad, como cada una de las casi mil muertes que dejó ETA a sus espaldas. Hoy, la yihad es más lesiva; después de las Torres Gemelas, sus crímenes masivos tienen un parecido macabro al atentado de 1980 en Bolonia, con el rastro de Ordine Nuovo, la extrema derecha italiana.

El terror no merece distingos, pero sus acólitos abrazan credos diferentes. Aunque en el yihadismo se trata de una realidad distinta de los casos descritos de radicalidad laica, el salafismo y el wahabismo se expresan también en la pureza de la línea: la revelación coránica. Abdelbaki Es Satty, el imán sometido al poder del Libro (de su interpretación), que vivía al lado del monasterio de Ripoll, estuvo en prisión por tráfico de drogas y conoció en el penal de Castellón a uno de los miembros del 11-M. En nuestro país no existe un censo oficial de imanes y la libertad de las iglesias coránicas que fluctúan en nuestros barrios y ciudades emana de más de un centenar de oratorios no reconocidos. En el legado del Profeta, la variedad no es herética, solo propone miradas distintas inspiradas en la misma fe.

La radicalización (aunque sea criminal) exige un mínimo de capacidad de abstracción; no se reclutan yihadistas entre analfabetos funcionales, por mucho que su origen esté en las aldeas del Atlas

En publicaciones como Rumiyah Global Islamic Media, que se expanden en las redes, se difunden los consejos para la invisibilidad de los combatientes. La clandestinidad es un oráculo del combate; exige cerebro. En un juicio celebrado en Francia en diciembre de 2016, el yihadista Nicolas Moreau reivindicó a Jean-Jacques Rousseau y su estatuto de “insumiso”. No es la respuesta de un chico sin instrucción o que no terminó la primaria, como se dice tan a menudo para destacar el origen humilde de los terroristas. La radicalización (aunque sea criminal) exige un mínimo de capacidad de abstracción; no se reclutan yihadistas entre analfabetos funcionales, por mucho que su origen esté en las aldeas del Atlas.

Las segundas generaciones de migrantes en Europa han recibido formación escolar, sin olvidar además que el mundo magrebí comparte en el origen los idiomas árabe y francés; añádanle el castellano, el catalán (en el caso de Cataluña) y nuestro inglés obligatorio. Los radicalizados son jóvenes que pertenecen a familias estructuradas, como los Abouyaaqoub; estudian, suben en aviones, comen en restaurantes occidentales, viajan en Alta Velocidad, leen periódicos franceses y españoles, compran en librerías. Ellos se ven a sí mismos como el terror inteligente de países sometidos en monarquías como la Alauhí o en principados de dinastías embrujadas por el petróleo. Algunos, los más fanatizados, regresan de combatir en Siria inmersos en la confusión de una derrota militar parecida a la que impregnó a Fabricio del Dongo en Waterloo, el protagonista de La Cartuja de Parma (Stendhal).

Younes fue cazado entre viñedos y gritó "Alá es grande" antes de las detonaciones de los agentes. Frontalizado por su imán, había cometido 14 crímenes execrables. “No hay otro remedio contra el miedo que lanzarse apasionadamente a la voluntad de Dios”, escribió Georges Bernanos.