A la hora de gobernar y bajarse de la parra, Artur Mas dice adiós perseguido por el fallo del caso Palau y por el frente procesal que se cierne sobre su patrimonio. El fin de su errática deriva coincide con las críticas al procés vertidas hace pocos días por el lehendakari Iñigo Urkullu ante un grupo de diplomáticos italianos: "Cataluña saldrá perdiendo y perderemos todos". Los tiempos de colaboración sin palabras, que unían telúricamente a Jordi Pujol con Arzalluz, son el pasado idílico. En los años del hierro, bajo un paraguas implícito, el líder jesuítico vasco protegió el reformismo de su partido y, al mismo tiempo, justificó la indolencia moral de sus bases y del entorno batasuno ante el terrorismo de ETA. Y observando esa intersección, a la que Jon Juaristi bautizó como el "bucle melancólico", levantó Pujol su altar alternativo: aquí no matamos, solo socavamos.

El nacionalismo vasco era entonces el malo de la película y actuaba de gran pretexto para Convergència ("si ellos aspiran a un Estado propio, nosotros algún día también"). Y el día llegó para desplegarse en el procés, a lo largo de cinco años, desde 2012 hasta 2017. Pero su canto de cisne también nos alcanzó, con el 155 y la intervención de las cuentas de la Generalitat. España ha decantado las cosas otra vez, como lo hizo entonces frente al nacionalismo vasco con el "váyase señor Ibarretxe", cantado a coro en 2001 por  Nicolás Redondo y Mayor Oreja. En aquellos momentos, la concomitancia PNV-ETA, alimentada por Aznar y Cascos, desmontó el pacto de Lizarra y obligó a Ibarretxe a ponerse conspicuo y convocar elecciones en el Kursaal Donostia de Rafael Moneo, donde solía hacerlo. Fue el fin del Estado libre asociado vasco y el preludio de la laminación del pacto del Majestic en Cataluña.

Aznar puso de moda aquel "el que la hace la paga" (colofón a las Parabellum teroristas que resonaron con el asesinato del ertzaina Totorika en Hernani, al mosso d'esquadra Santos Santamaría en Girona, al socialista aragonés Froilán Elespe o del popular Giménez Abad). Sobre aquella macabra maquinaria de matar se habían perpetrado los mayores acuerdos entre el nacionalismo y el Gobierno de España; y sobre la misma maquinaria se cambiaban los roles y llegaba la recentralización. El PP no fue capaz de hacerse una cabal idea del país metaforizado por el escritor Fernando Aramburu en Patria. Se perdió en la búsqueda de supervivientes españoles, entre frontones, pelotaris, ahumados, troncos y comedores rancios donde el odio y la culpa se repiten cíclicamente en tumultos familiares autóctonos, como el que relata Borja Ortiz de Gondra en Los Gondra, una historia vasca.

Urkullu tiene un especial interés en desmarcarse de los desmanes de Esquerra y el PDeCAT. No podemos pasar de puntillas sobre el paisaje desolado que dejan tras de sí los que levantan todavía el estandarte de la República catalana

En Cataluña, el reflujo del procés ha cambiado las tornas, pero no el espíritu. La resaca catalana huele a recentralización, que es lo que vino a decir Urkullu ante los diplomáticos italianos. Muerto el pretexto vasco, con un PNV en modo negociador, los actores del cuadro de las lanzas catalanas ya hincan la rodilla. Y a modo de analogía, me ha parecido un buen momento para sacar de la estantería el libro de Gaziel ¿Seré yo español?, publicado por Narcís Garolera en Península con los fragmentos del genial periodista publicados en El Sol, entre 1925 y 1930, bajo la España de Primo de Rivera. Gaziel no se haría hoy las preguntas que se hizo entonces, cuando dudó de si estaba dentro o fuera, si era admitido o no por aquella España sobre la que compartió las dudas de Madariaga, Unamuno, Araquistáin o Corpus Barga, también a lomos de El Sol. Hoy, Gaziel se preguntaría tal vez: ¿seré yo catalán? Sobre todo tras escuchar con vergüenza ajena la despedida farisea de Artur Mas, "el hombre que trituró un partido histórico y condujo a la sociedad a la que decía servir al empobrecimiento y la radicalidad", en palabras de Xavier Salvador en estas mismas páginas.

Está claro que Gaziel sintió de forma trágica la anormalidad europea de los españoles de su tiempo. Pues imaginemos qué pensaría ahora de la anormalidad catalana, cuando toda Europa nos ha cerrado la puerta (salvo los xenófobos fascistones amigos del procés, como el UKIP inglés o la Liga Norte de Padania), y nos hemos convertido en un país antipático, al decir de los franceses. Hay mucha leña que cortar para detener por convicción la "conjura de los irresponsables", tal como lo concibe y lo titula Jordi Amat en su última entrega. El daño del desgobierno independentista es mucho mayor de lo que podíamos imaginar y tardaremos muchos años en sacarnos de encima el estigma bobalicón y empobrecedor que nos han legado los Puigdemont, Junqueras, Rull, Comín y unos cuantos más. No quiero pasar por agorero de nadie, pero a casi todos, hasta alcanzar una lista de medio centenar, les espera el juzgado número 13 de Barcelona en una causa general que gravitará durante mucho tiempo sobre todos nosotros. A los países los levanta el sudor de su gente, pero los ensombrecen sus malos gobernantes. Sí, en política es así de injusto: el mal fario de unos pocos se cierne sobre todos.

Urkullu tiene un especial interés en desmarcarse de los desmanes de Esquerra y el PDeCAT. No podemos pasar de puntillas sobre el paisaje desolado que dejan tras de sí los que levantan todavía el estandarte de la República catalana, hecha de ataques al Estado de derecho (por imperfecto que éste sea). No podemos perdonarles que nos llamen unionistas, como si fuéramos los turiferarios seguidores de la orden de Orange, en Irlanda del Norte. No podemos tolerar su ignorante ignominia dispuesta a cavar raíces en el localismo de los gentilicios. No pasaremos por las arcas de la acomplejada nueva burguesía del procés, diseñada desde el resentimiento y el rencor de los hijos y nietos de una Cataluña endins a la que Josep Pla estigmatizó como la "gangrena interior". Y tampoco por el interclasismo endomingado y restricto de los hijos de la patria en simbiosis con la nueva Cataluña del cinturón rojo, donde reside el amago matón de tantos conversos.  

Urkullu hace un planteamiento simple: entre reforma y revolución, y elige lo primero poniendo fin al pretexto y ofreciendo a todos las dudosas bondades del Cupo. Por su parte, Mas, en su sprint final, se muestra alambicado y oscuro; habita en la superstición de Ockam.