Las hogueras nocturnas han perdido el favor de Torquemada; en su lugar, ha comenzado ya el crepúsculo del dogma y del recto canon. El ornato del viejo nacionalismo yace en el cementerio de las ideas, custodiado por los guardianes de las esencias. Estos últimos desconocen su propio origen; solo intuyen que su resentimiento social no conjuga con la patria del peix al cove, si fracasa el cóctel molotov. Sus falanges inician la vuelta a casa con los pendones caídos y sabiendo que, tras el último empuje demoscópico, su propia jefatura, ERC, ofrecerá su apoyo a la investidura de Sánchez, siempre que el presidente lo necesite.

La visita a Barcelona de Felipe VI y la princesa de Asturias no ha sido el principio de la insurrección, sino su última estación desdibujada. JxCat, el partido trampa de Puigdemont, Torra y Borràs, pidió al Ayuntamiento que no le cediera el palacete Albéniz a la Familia Real; la alcaldesa Colau, empujada una vez más por el desdoro indepe, no acudió a la entrega de los Premios Princesa de Girona y envió en su lugar al socialista Jaume Collboni. Ella no inclinará la cerviz mientras tenga a mano el bastón del Consejo de Ciento ¿De dónde sale tanta descortesía? El matemático galardonado, Javier Ros-Odón, le corrigió el camino al recibir el premio con el lazo amarillo en la solapa y, más tarde, se lo quitó en la ceremonia privada en la que conversó con Felipe VI.

La diferencia hoy es más que la reivindicación; el reconocimiento ha desplazado a la desigualdad. Vivimos un tiempo político en el que la identidad solapa a la conciencia de clase; y si seguimos así, la balcanización de Cataluña está servida, ya que solo se reconoce a sí misma a través de la humillación, que supuestamente se le inflige desde España. Los jóvenes airados que el lunes levantaron barricadas, a las puertas del Palacio de Congresos ocupado por la Familia Real, expresan la furia del mundo antisistema, escamoteada bajo la piel de la civilización democrática. No podemos dar nada por sentado. Y menos el anhelo de los que se sienten excluidos y son utilizados como carne de cañón por la fragua falsaria del soberanismo institucional.

Frente a ellos, la respuesta del nacionalismo de Estado es simétrica, especialmente cuando reúne a las obsesiones subalternas de la España metafísica. El nacionalismo ontológico sitúa a la unidad de la patria por encima de cualquier otra consideración democrática; así lo hace Vox en su versión tendencialmente totalitaria a la que se acerca incomprensiblemente el desnortado Albert Rivera; y así lo replica el independentismo por encima del Ebro. Frente a este magma del pasado, la idea de la España diversa y unida al mismo tiempo está más viva que nunca. Lo cuenta muy bien Xosé M. Nuñez Seixas, flamante ganador del Premio Nacional de Ensayo por Suspiros de España: El nacionalismo español 1808-2018 (Crítica), publicado hace casi un año. La crítica de Seixas al nacionalismo español sin matices es el mejor salvoconducto de una Constitución abierta, como la del 78. España le ha otorgado uno de sus mejores galardone a un profesor que se muestra crítico con el nacionalismo español: ¡prueba ineluctable de salud democrática!

En determinados discursos patrióticos encontramos hoy “una búsqueda del futuro en el pasado”, escribe Seixas. Es el frentismo fratricida entre los nacionalismos español y catalán, donde el placer físico del color le gana al goce menor de la razón. Cuando la sentimentalidad se impone, la Emocracia pervierte a la Democracia. Los nacionalismos no están predeterminados, pero Europa demuestra que en momentos de enfrentamiento redoblan su instinto. La polarización genera héroes y patricidas, como se ha visto en Hungría, Italia o Austria.

En pleno sinsentido, nunca podemos aceptar que el ruido de los levantiscos coloque en el mismo saco al procés y al catalanismo cultural y político, que sigue aleteando en tantos corazones. Se ha escrito que España se recentralizará demonizando al Estado de las Autonomías. ¡Falso! Los dos grandes partidos en condiciones de formar un nuevo Ejecutivo, PSOE y PP, defienden a muerte el modelo constitucional. A muchos, la levedad seductora de nuestra Carta Magna nos produce una sensación parecida a la que nos invade al oír la habanera de Carmen o la voz antigua de Concha Piquer en Suspiros de España. Los suspiros de la Piquer rememoran por igual a la emigración, el exilio, las salas de bandera de la España nacional o la sintonía de Radio Pirenaica, emisora roja y clandestina de otro tiempo. Significaron el mismo dolor y similar nostalgia en ambos lados, como lo fue La Madelon de la Legión Extranjera o la Lilie Marlain de la Wehrmacht alemana y las tropas aliadas en la Segunda Gran Guerra.

El país compartido siempre es el punto de partida. El mejor lenitivo exige la mirada, pero nunca la vuelta atrás; impone, eso sí, el eterno retorno, la caricia del Dinosaurio.