Si fueran equilibristas, Miquel Roca sería el mago Houdini y Pedro Horrach, el mánager de Pinito del Oro. Roca sería invisible y Horrach moriría por existir a pesar de que su valor añadido consiste precisamente en fluir sin existir. El fiscal es brillante, progre a matar, miembro de la gauche divine de Palma de Mallorca y se encuentra a un paso del sector privado, donde ejercerá como asesor jurídico del grupo hotelero al que está vinculado por lazos familiares. Presentó su renuncia antes del juicio oral de Nóos, pero el fiscal-jefe anti-corrupción, Antonio Salinas, amigo y mentor, le pidió que aplazara su salida hasta el momento de la sentencia.

Roca se apaga; es el mariscal de campo que ha ganado su penúltima batalla; pone el mundo a los pies de Cristina de Borbón y sonríe como el gran estratega que es. Fue el elefante blanco del nacionalismo cuando los grandes de la industria y el ladrillo costeaban discretamente a Convergència y, desde entonces, la Fiscalía le encañona sin hacer blanco. Lo fue todo cuando España todavía no olía a sangre, cuando vivíamos en la abundancia de la inocencia y sin los ahogos de la era maldita que nos ha tocado finalmente en suerte.

En el caso Nóos, lo mollar se resume en la exculpación de Carlos García Revenga, secretario privado de las infantas, tal como figura en un par líneas sueltas --puestas como por azar-- en la exposición de motivos que el instructor José Castro envió a la Audiencia de Palma. Castro se hizo el valiente hasta llegar a esta interlocutoria y a su pelea con Horrach. ¡Qué gran ejercicio de gramática parda es leerse los sumarios y sentencias del mundo jurídico español!, un escenario inexplorado digno de Melville, el de Bartleby, no el de Moby Dick. Y la pregunta es: ¿Quién consiguió apartar a García Revenga del caso y librar del dolor de muelas a la Casa del Rey? Lo consiguió José Manuel Romero, conde de Fontao, a partir de la insólita vocación defensora de Horrach. Dicen que el fiscal utilizó las palabras de Miquel Roca; y que, por unos momentos, ambos fueron Cyrano de Bergerac y su cadete, el bello Christian de Neuvilette, bajo el balcón a contraluz de Roxanne (Cristina).

Roca es la mano que mece la cuna, mientras que Fontao, el interventor real de la Persona, su amigo y emérito monarca, intercede en la Fiscalía. El conde se desparrama también como miembro del consejo del Patrimonio Nacional, la institución que gestiona los bienes estatales (¿opacos?) de uso y disfrute de la Familia Real, pegada a la figura del inviolable. Fue Fernando Almansa quien le propuso a Fontao entrar en la Casa cuando declinaba Prado y Colón de Carvajal; y, años más tarde, le reforzó en el cargo Fernández de la Vega, la exvicepresidenta, mujer madura de fino tallo y cabeza deslumbrante.

Si fueran equilibristas, Miquel Roca sería el mago Houdini y Pedro Horrach, el mánager de Pinito del Oro. Roca sería invisible y Horrach moriría por existir a pesar de que su valor añadido consiste precisamente en fluir sin existir

Horrach, no nos engañemos, es el hombre duro del caso Nóos. Ya había honrado su oficio sentando a Jaume Matas en el banquillo y condenándolo, lo mismo que hizo con Maria Antònia Munar, expresidenta de Unió Mallorquina (UM), el partido bisagra que manejó el poder en Baleares. Horrach no es manco, aunque recite muy bien los alejandrinos de Roca (Cyrano). En todo caso, es el fiscal que, delante de la Infanta, echó el freno. Su leyenda dice que este hombre de pupila rauda no admite interferencias, pero por lo visto el Conde Fontao, que también es marqués de San Saturnino, profesor de la Complutense, seguidor dilecto de Zubiri, y patrón de fundaciones como Reina Sofía, Axa y Club de Madrid (60 exjefes de Estado), envuelve muy bien los encargos reales. Sin la sombra de ninguna componenda, también los fiscales de hierro pueden sucumbir ante las poderosas razones de Estado, sobre todo cuando estas se refugian en la coherencia de las leyes. El Estado español no es alma hegeliana del pueblo; es mucho más: un entramado institucional que mantiene a buen recaudo la serenidad del reino a través de centenares que redes invisibles en las que vive atrapado Leviatán.

Roca, padre de la Constitución, percibe estas cosas por ósmosis cultural, por pura elegancia intelectual. Era ganador desde el primer momento. Y lo volverá a ser indirectamente mañana jueves, en la misma Audiencia de Palma, cuando Horrach se coma (ya se lo ha comido, en parte) aquello de "veremos si la prisión de Urdangarin es eludible con fianza". Claro que lo es. Quizá no recobre el Ducado de Palma ni vuelva a Marivent, pero de momento el yerno de Juan Carlos I parece que no entrará en el penal que le adecenta Instituciones Penitenciarias con una inversión de cuatro millones de euros. Tampoco Cristina es la dama boba de Lope de Vega porque, como dice la sintaxis de las leyes, se enriqueció sin "consentimiento neuronal", todo un eximente.

El abogado barcelonés está dejando de ser hegemónico en el contencioso administrativo, allí donde el derecho civil siembra sus mejores cosechas. Y no olvidemos que, el año pasado, perdió la división de concursal a manos de la firma Crowe Horwath. Miquel ha traspasado la titularidad del bufete a su hijo Joan Roca Segarra y ha evitado que Pau Molins y su socio Pina abandonen la joint venture ganadora de Nóos: les ha reservado a ambos una de las plantas de Roca Junyent Abogados, en la calle Aribau de Barcelona.

Roca no juega al escondite, simplemente es inencontrable, como lo fue Guillermo, el monje franciscano cuya memoria ilustra el dintel de esta columna. Horrach, por su parte, se aleja del modelo bonapartista que tanto ha soñado. El emboscado se adentra en la espesura de su feliz madurez; y el fiscal deja de ser un soldado para recuperar lentamente, sorbo a sorbo, el olfato de agua dulce que tienen los amantes del buen whisky de malta.