La capitalidad cultural de Barcelona en España es la primera respuesta política de los socialistas, tras una década ominosa de soberanismo salvaje. La propuesta de Sánchez a Colau es la vía, no factual pero sí electoral, para salir de la excepción permanente impuesta por el nacional-populismo del procés. Socialistas y comuns se colocarían como fuerzas en presencia que pueden proyectar una visión federalista y renovada de la Cataluña-ciudad, soñada por el noucentisme. Una izquierda constitucionalista (a pesar de las ambigüedades de Colau) puede ser la única contención posible a la vista del deterioro de Ciudadanos, del encefalograma plano del PP catalán y de la dificultad de Manuel Valls. El ex primer ministro francés, de origen catalán, mostró su clarividencia sobre el tablero en aquel gambito de alfil-torre, que dejó en la cuneta a Ernest Maragall y dio la mayoría a Colau en el consistorio barcelonés. Ella, desgraciadamente, debe ser rencorosa.

Mientras tanto, el hombre de Waterloo cierra filas, tanto en la vieja Convergència como en su tribu, JxCat, ante su mitin de Perpiñán, previsto para el próximo 29 de febrero. El propio Artur Mas engalana la fecha confirmando su presencia en su cuenta de Instagram y prometiendo a sus ya escasos seguidores que el independentismo no solo no se muere, sino que renace antes de los comicios. El cónclave independentista se celebra la semana después de que termine la inhabilitación de Mas, que fue condenado por la consulta del 9N de 2014, y dos días después de que el expresident presente su libro Cap fred, cor calent, un nuevo memorial de agravios, esta vez de tono revisionista, que no tenemos intención de pasar por alto. Por su parte, ERC mantiene las distancias y sigue en su apuesta de pacto con el Gobierno de Sánchez. Ayer, el Consejo de Ministros dio por zanjada “la falsa polémica” del mediador en la mesa de negociación.

Puigdemont repasa sus opciones, como lo hizo Phileas Fogg en su biblioteca de guías de trenes y horarios de vapores. El protagonista de Julio Verne llegó a la conclusión de que podía dar la vuelta al mundo en 80 días, sin contar con las contingencias de semejante viaje. Y son precisamente las elevadas contingencias las que pueden acabar con la ilusión de Puigdemont por pisar la Catalunya Nord, uno de los grandes monumentos falsarios de la mitología catalana. Fogg admitió su fracaso al llegar a Londres en lunes, pero su mayordomo francés, el popular Picaporte, al bajar a la calle, se dio cuenta de que las tiendas estaban cerradas: era domingo. Fogg había viajado de oeste a este en sentido contrario al movimiento del sol, de modo que había ganado 24 horas, y también su apuesta. La imaginación de Verne, el pensamiento de Kant y el relativismo de Einstein se confabulaban.

Pero francamente, no creo que Puigdemont pueda alinear los astros el próximo día 29, por más que las instituciones civiles del procés, la ANC y Òmnium, le acompañen, en el mitin que se celebrará en el interior del Parque de Exposiciones de la ciudad francesa. Aunque coloquen a la “República en el centro del mundo”, como dice su eslogan de la jornada, y por más que el alcalde de Perpiñán, Jean Marc Pujol, levante el ánimo de los asistentes, sin tocar de sitio la tricolor francesa para evitar la reprimenda del Departamento de Languedoc-Roussillon y la subsiguiente crisis diplomática entre París y Madrid. Monsieur Pujol juega, como lo han hecho siempre los alcaldes franceses de la Provence, obsequiando un nihil obstat al canto del Segadors, pero entonando La Marsellesa, en el apoteosis final, con holgado fajín de mando, banda de música y mapa de La Rioja pegado en los mofletes.

La pureza del catalanismo de la Francia meridional siempre ha sido un camelo. En el país vecino se debaten encuentros culturales de frontera, nunca disputas geopolíticas. El agua del Pirineo actúa sobre los visitantes nostálgicos como un veneno; y en el Canigó, todavía más. Allí, el margen místico de la herejía cátara inmoviliza al más pintado. Tanta devoción patriotera, como la que les gustaría ver a Puigdemont, Torra y Mas, devora a los gentiles, como le ocurrió al príncipe Mishkin de Dostoievski (El idiota), incapaz de vivir y amar a causa de su piedad. Ante el altar de Dios, la Cataluña soberanista puede ser ensalzada tantas veces como quieren los arciprestes que lo hacen cada domingo. Los sermones de vino de misa y pastelito dominical de can Prats Fatjó endulzan el camino de una liberación que sus defensores sitúan moralmente por encima de la división de poderes. Y su equivocación es tan palmaria que les recordaré un fragmento de Montesquieu, latigazo racista del gran tratadista del XVIII, para que sigan odiando al inventor de la democracia: “Dios no puede haber colocado un alma buena en un cuerpo tan negro” (El espíritu de las leyes, publicado en 1748). Los maximalismo matan, especialmente cuando los que aman desaforadamente a “un sol poble” han perdido las referencias y, empujados por su trascendentalismo, odian el sentido del humor.

El nacionalismo surca el Mar del Norte con el subidón del Sinn Féin en Irlanda y la mayoría social silenciosa de Escocia. Los catalanes no somos el único contencioso territorial, pero quiero recordar aquí que la intervención del laborista Gordon Brown evitó, en su momento, la escisión de Edimburgo. La socialdemocracia europea juega a mantener los Estados y a facilitar su cesión de soberanía solo en la dirección de Bruselas, la de una mayor integración en la UE. En España, el paso en el terreno de los símbolos lo ha dado Sánchez a la espera de que se abra camino un nuevo constitucionalismo en Cataluña. El PSC lo tiene ahora por la mano, pero si no levanta la voz, será para siempre el eslabón débil.