Hoy miércoles, a las 18.00 horas, se habían citado en Vallecas los votantes de Vox y al encuentro trataban de presentarse las bases de Podemos para boicotear a los ultras, aunque afortunadamente, el Ayuntamiento de Madrid ha denegado la autorización a los primeros. No quiero ni pensarlo. Del mismo modo que no me puedo creer que la España de Sánchez esté vacunando mejor que la Alemania de Merkel; y sin embargo, es lo que dijo ayer, ante las cámaras, el presidente de Gobierno. Resulta obvio que Sánchez quiso darle un vuelco a la guerra de Madrid ante del 4M, después del golpe de mano de Tezanos, el experto demoscópico, autor de un CIS mal cocinado, con empate entre izquierda y derecha.

El PP de Madrid ha desbordado a su matriz; se ha ido anticipando a su formación nacional, representada en Génova por Pablo Casado, al recoger los principios clásicos que segmentan la sociedad (el nivel de rentas o el statu quo profesional) para orientarlos hacia un mismo fin. Ayuso es un contenedor: ha fortalecido los flujos y ha disminuido la fuerza de los lugares. No hay una España común sino diversas Españas que confluyen en la misma idea unívoca; no hay una clase social (el 30% del Madrid rico) sino la inercia social de las mayorías hacia el objetivo compartido de una vida mejor. Frente a ella, su oposición dialéctica, Unidas Podemos, confía todavía en el voto de clase --el70% del Madrid con menores rentas-- porque representa a un “prescriptor seguro de sus preferencias”, en palabras de Alberto Garzón, un marxista de corte clásico. Sin embargo, ya no es así; hoy los comicios son presa del estado de ánimo, desbordan a la politología de las magnitudes agregadas, exhibida sin rubor por expertos, como  Lluís Orriols, en los platós de televisión.

El flujo de consenso que favorece a Díaz Ayuso no pertenece exclusivamente a un único estrato; está muy diseminado en el conjunto de la sociedad. Es el sujeto de la llamada “democracia de la audiencia” (Bernard Manin), un concepto que ha destronado a la clásica democracia de los partidos políticos. Parece que a la presidenta solo puede hacerle frente el tono moderado de Ángel Gabilondo acompañado de Mas Madrid, una formación robustecida detrás de la ambigüedad calculada de Íñigo Errejón y de la serenidad de su candidata, Mónica García. La Plaza del Sol prioriza los anhelos antes que los deseos y pone por delante las ilusiones, pero sin prisas porque todo el pescado está vendido, ya que la iconografía del way of live de la capital es un esquema implantado hace tiempo. Además, a los movimientos de Ayuso se les concede una imprevisibilidad que los hace atractivos.

La presidenta de Madrid ha crecido sobre un populismo cantonalista, mientras que, en Cataluña, su fuerza concomitante, JxCat, disminuye cada día que pasa. El PP regional de Madrid se robustece, a base de dumping fiscal, ofreciendo al mundo económico el trato off shore de Dublín o de la City de Londres. Por su parte, el partido de Puigdemont y Borràs alientan un futuro hipotético instalado en un presente empobrecido. Desde su discurso de chuleta y refrito, Ayuso construye la gran autonomía del distrito federal frente a la Cataluña enardecida por cerebros menores. Y las censuras se arremolinan sobre los indepes por razones de forma, más que de fondo. Nuestra política ha perdido en ternura, expresión, elegancia y estilo. Están en juego sus nulas cualidades decorativas, porque al final la letra pequeña lo arregla todo. Los pequeños gestos de los soberanistas son más fáciles de percibir que de catalogar; Cataluña ha perdido a su Diplomacia del ingenio. El desafío cantonalista del centro reclama el tono implacable de la palabra precisa y oculta su vanidad bajo una apariencia de modestia. Los nuestros, en cambio, presumen de avanzar como un solo hombre, pese a sus visibles discrepancias internas y deslices intelectuales; se llaman guerreros, pero desconocen las reglas de la batalla.

Sin Presupuestos, con una sola Ley como todo mérito legislativo en la Asamblea de Madrid y muy por encima del resto de autonomías en infecciones de la pandemia, Ayuso avanza, pese a todo. Su spin doctor acaba de situarla a 1,8 puntos porcentuales del PSOE a escala nacional; su ascenso acorrala a sus socios de Vox, que han decidido con desespero dar la guerra en los barrios de rentas bajas para hacerse con las migajas en el granero de la izquierda, a base de ondear el espantajo de la migración y la inseguridad. Pero Abascal, el jinete negro, no podrá hoy iniciar la precampaña en la Plaza de la Constitución, conocida como la Plaza Roja de Vallecas, no por el rojerío (que también) sino por el empedrado Sabatini que compagina este centro ritual de Manuela Carmena con los soportales del Puente de los Franceses, el viaducto ferroviario del distrito de Moncloa-Aravaca. Vox roza la insignificancia en el CIS de Tezanos, un alambre muy fino del que ya se ha caído Ciudadanos con su candidato Edmundo Bal, letrado de Harley-Davidson, batería pop y afín a Led Zeppelin.

Vox aplaza su acto gracias al municipio capitalino. Y la derecha soberanista, JxCat, --los ex convergentes son un contenedor abigarrado-- recula al anunciar su apoyo a ERC, sin entrar en el Ejecutivo catalán. Salvador Illa enarca su ceja izquierda y los Comuns hablan de ser el pegamento de un Govern transversal con ERC. Todavía hay partido. ¿Pero Barcelona tiene Plaza Roja? Las tuvo.