Resistir lo es todo. Lo sabe bien Arnaldo Otegi, que busca reconducir el pasado sin advertir que una parte de lo ocurrido tiende siempre a la entropía. En el País Vasco, esto tiene que ver con ETA, protagonista vergonzante del miedo de los inocentes. Y él, Arnaldo, --al que su biógrafo, Antoni Batista, presenta hoy como un pacifista-- nos debe precisamente esa parte del pasado que se perdió en la "muerte térmica", la que sobrevino después del pecado: la muerte física de muchos y el dolor de tantos. Al entonces líder de Batasuna se le pidió muchas veces que se distanciara de los terroristas. Él nunca respondió y ahora resulta inerme (pese a sus discutibles seis años en la cárcel de Logroño por el caso Bateragune) su declaración de buenas intenciones. No le debemos nada, como no sea la paz de los cementerios. Y él nos debe la bajeza moral del tiempo de las pistolas.

El derecho al olvido del que habla David Rieff  (en su libro Elogio del olvido) no tiene nada que ver con el odio de los insurgentes que amenazaban nuestra vida cotidiana. ¿O es que vamos a ceder ante los que descerrajaban nucas de jóvenes uniformados, de políticos, de vecinos y de amigos inolvidables como Ernest Lluch, el cerebro mejor amueblado de los años de transiciones y transacciones? No es tan sencillo.

Aceptamos que Otegi pidió "disculpas" y pronunció un "lo siento de corazón, si he añadido dolor o humillación a los familiares de las víctimas", en El tiempo de las luces, una larga conversación con el periodista Fermín Munarriz. ¿"Disculpas"?, insuficiente. "Si he añadido...", ¿un condicional? ¡Vamos hombre!

¿Vamos a ceder ante los que descerrajaban nucas de jóvenes uniformados, de políticos, de vecinos y de amigos inolvidables como Ernest Lluch, el cerebro mejor amueblado de los años de transiciones y transacciones?

Frente al militante sibilino que depone el frentismo sin acatar el sentido común, renace el argumento, sin preámbulos ni ambages, de Fernando Aramburu, líder de ventas con su novela Patria en el reciente Sant Jordi. Aramburu ha trazado un camino posible de reconciliación. Fue el ganador de la fiesta del libro muy por encima de los autores catalano-monoglósicos (y admirables, pero no por ello) mal que les pese a los soberanistas. Propone la creación de un espacio de reconciliación lenta en el que todos deben tener cabida y derecho a la palabra, a la explosión de sus rencores hasta que no quede una gota de resentimiento. Solo se sana lentamente. Una herida como la que infligió ETA no se cura con declaraciones apresuradas sobre el fin de la lucha armada y el comienzo de la política en pro de la independencia, traspasando mecánicamente la experiencia del Sinn Féin en Irlanda del Norte. ¡No! Quien, en los años de plomo, no levantó un cadáver sobre el adoquín llovido del casco viejo de Donosti casi no sabe de qué estamos hablando.

La paz lo vale todo. Pero si de verdad queremos restañar las heridas, no se nos puede escatimar el perdón. Que los etarras pidan perdón en un entorno ad hoc sin escudarse en su lucha contra el monopolio de la violencia del Estado. Leviatán no puede ser un pretexto para sembrar el miedo en los ojos de los inocentes. Esta idea impregna a Rieff, periodista de investigación e hijo de Susan Sontag, la pluma que mejor ha metaforizado un mundo como el nuestro, sórdido y sin costuras. También impregna a la tradición internacionalista (modestamente, digo) de la que carecen los revolucionarios de chambergo y fular vinculados a Sortu, Bildu y a todas las marcas blancas que puedan crearse, incluida la misma CUP, en Cataluña.

¿Seguimos adelante sin preocuparnos de lo que ocurrió en el pasado? Por supuesto, si callan las armas. Pero para adentrarnos en la espesura de un vínculo democrático auténtico habrá que recorrer la distancia iniciática de la expiación. No entremos en leyes de memoria, pero sí en las casas comandadas por mujeres que perdieron a sus hijos, como las que describe Rafel Nadal en La senyora Stendhal, un alegato contra el sectarismo enjambrado en los años de contienda civil, en la Garrotxa y La Selva, donde los milicianos sembraron el caos y la destrucción de todo aquello que significaba orden burgués y menestralía.

Ni Euskadi ni España y mucho menos Cataluña se pueden permitir una gota más de odio. Derecho al olvido sí, pero en igualdad de condiciones

Nada, ni el levantamiento de los africanistas contra la II República. Nada justifica el crimen y el dolor (de nuevo) en los ojos de los inocentes, casi siempre anónimos. Robert Capa no nos dejó la imagen congelada de esta destrucción íntima; los fotorreporteros inventaron el campo de batalla y dejaron (para más adelante) el drama de los indefensos lejos de la cámara, nuestro tercer ojo, "insaciable y omnisciente", en palabras de Enzensberger.

Nunca sabremos qué hubo de auténtico en aquellos gudaris de monte arriba y pacharán. Igual que ocurre en el caso de la comunicación de McLuhan, con "el medio es el mensaje", los conflictos sociales se superponen de tal manera que nuca lo nuevo sustituye a lo viejo; solo lo eclipsa, como ocurrió con el Octubre bolchevique mucho después de los jacobinos de Robespierre. En el mundo de los levantamientos, lo pasado revive con otro lenguaje tal como se ha visto tantas veces, desde la Comuna de París; revive como una idea polisémica, según la ocasión. Le ocurre lo mismo que a la permanente revolución digital de nuestros días, en la que caben cosas tan peregrinas como los diseños de los pintores fovistas o la Polaroid de Wim Wenders, en una película de cine.

Las revoluciones modernas son lo que un pueblo se puede permitir, no más. Son como el arte para Andy Warhol: "Lo que uno puede exigirse y pagarse". Y quizá este sea el tope. Ni Euskadi ni España y mucho menos Cataluña se pueden permitir una gota más de odio. Derecho al olvido sí, pero en igualdad de condiciones. No podemos revivir el pasado, pero sí revisitarlo desde el corazón, para soslayar precisamente el despojo, la entropía, aquello que según la termodinámica acorta nuestras vidas y confunde nuestra memoria. Otegi y Aramburu parten de premisas distintas para llegar, ojalá, al mismo punto. Ambos saben que la verdad es la primera víctima de una guerra.