Jean Marc Pujol era, en Perpiñán, un alcalde gabacho de la mejor especie: fajín, banda de música municipal y “mapa de la Rioja” en todo el careto, mácula del buen bourdelais y de una sobremesa enjundiosa regada con Bas-Armagnac. El exedil tenía todo tipo de atenciones con Carles Puigdemont al que le cedía los espacios de titularidad municipal para que reuniera al Consell de la República. Pero el caso es que Pujol ha perdido las últimas elecciones; se acabaron los lazos amarillos y las medallas. Ahora, manda Louis Aliot, un anti-independentista ganador de los comicios con el 54% de los votos; un tipo con malas pulgas, militante del Frente Nacional de Marine Le Pen, al que no le gusta la cosa catalana; tampoco soporta la afición ampurdanesa en el estadio de futbol del Perpiñán, el añejo Stade Olympique, en el que se ha impuesto ya la Marsellesa versión Juana de Arco.

Allí, Puigdemont no pega ni con cola; los occitanos lo consideran un batueco, que se ha enterrado en Waterloo, después de ninguna batalla, ni de ningún exilio en Santa Elena. Antes que verle a él, prefieren el ondear de banderas tricolores que practica Aliot, freno al simbólico pancatalanismo, cuyos excesos algunos quisieran ver ya bajo la bota de la Legión Extranjera. Han dejado de funcionar los experimentos franco-catalanes, concurridos no hace tanto, como las corridas de toros en Céret, en las que las cuadrillas hacían el paseíllo al compás del Himno de Riego y los matadores iban tocados con barretina, el gorro frigio de los Balcanes.

Lo cierto es que, a los ciudadanos de Pyrénées-Orientales, el despliegue catalanista ya no les hace gracia; recuerdan con tristeza a sus mayores contando las historias de los soldados de Negrín, (“cautivo y desarmado…”), que acabaron en el campo de Argelès y cavando zanja en la Línea Maginot. Les gustaría volver a los años en que Perpiñán fue la ruta del cine atrevido; cuando los españoles iban a ver la versión no censurada de El último tango, con Marlon Brando, el gran onanista, junto a Maria Schneider, con la falda subida por encima de la cintura. El público se arremolinaba en la taquilla de Je t’aime moi non plus, una cinta intrascendente y muy nombrada de Serge Gainsbourg, y también hacía cola para ver El imperio de los sentidos, un Kurosaba infumable. Perpiñán era el fin de semana chocho, mientras que Céret representó a la tauromaquia roja de Picasso y de su amigo Luis Miguel Dominguín; en los años del plomo, ambas ciudades francesas fueron la prolongación sin tapujos de la Barcelona de Matías Colsada (el Apolo) y de Pedro Balañá (La Monumental).

La República fantasmagórica está pasando a mejor vida y nuestros vecinos han vuelto a los  picnics en las Dehesas del Rosellón, con rabo de toro y trufa silvestre. Nadie habla de política, salvo para criticar al Elíseo y ensalzar a los chalecos amarillos. Así es la verde campiña.

Al señor Aliot le va un poco el asunto anti-español, pero su jefa de filas le amenazó seriamente con quitarle los privilegios. Ahora todo va en contra del perdedor republicano, Jean Marc Pujol, --un viejo aliado de Chirac sobre el mantel de chez Bouches-du-Rhone-- que autorizó el mitin de 110.000 independentistas en su ciudad, cuando la amenaza del coronavirus ya era un hecho. La economía tiene mucho que ver con el éxito de Aliot; el paro en la región está en el 14%, frente al 8% de toda Francia. La pobreza, carne de populismo feroz, se cierne sobre Occitania, como ocurrió en 1900, durante la plaga de la langosta, que asoló la viña.

La Casa de Perpiñán se hunde. La embajada del Govern en el sur de Francia había doblado su presupuesto de casi 400.000 euros por orden de Torra, con el apoyo de ERC. Pero es bien claro que Puigdemont no volverá a Perpiñán a pesar de haber manifestado su deseo de mantener la isla de la Cataluña Nord; ya sabe cómo las gastan los vándalos de Le Pen; él pensaba presentar allí a su candidato  --¿Ramon Tremosa a la espera del indulto de Jordi Sànchez?-- pero el caso es que no habrá valor añadido simbólico en los Pirineos, sede frustrada de la internacionalización indepe. El patois nunca ha sido una lengua de combate.