El nacionalismo catalán se ha vuelto reaccionario y reactivo. El derecho de un pueblo, enmarca la aspiración de sus ciudadanos, pero el derecho de una nación es una totalidad heredada de la historia; funciona como un dogma. En algunas zonas de la UE, este pandemonio del siglo XXI pisotea los tratados europeos hasta el punto de que los ciudadanos empiezan a  sentirse disidentes. En Austria, en Flandes, en La Padania, en la Cataluña republicana, los ciudadanos expulsados hacia la disidencia viven en el interior de naciones autoproclamadas, que actúan como conjuntos intolerantes.

Es nuestro caso, bajo el oprobio especulativo de la vía eslovena, última memez, pero madre de la Guerra de los Diez Días. Y también es el caso de Flandes, donde la Alianza Neo-Flamenca, (N-VA), el partido conservador y hermano de JxCat ha roto por pura xenofobia con el gobierno belga tras haber firmado Bruselas el compromiso internacional sobre la libre circulación de personas, alcanzado esta semana en Marraquesh por 165 países sobre 193 de la ONU. El primer ministro belga, Charles Michel, ha firmado este acuerdo de intenciones, pero el N-VA ha roto la coalición belga porque está en contra de la protección a los desterritorializados a causa de la pobreza endémica de sus países de origen. Estos son los amigos de Puigdemont, Artur Mas, Torra y compañía, incluida la ERC de Junqueras, que mantiene un silencio cómplice en vez de desenmascarar al fachendoso nacionalismo de Flandes.

Al ver a los pies mojados, Brujas y Gante han dicho no; al extranjero y pobre ni agua. En el reino de los Tercios reina la higiene aporofóbica. Los nacionalistas flamencos son dignos hijos putativos (como Jesucristo de San José) de Jacobo II, aquel rey del ochocientos nacido en la fortaleza alemana de Coburgo, cercana a la ciudad wagneriana de Bayreuth, que fue conocido como el monarca genocida en El Congo. Jacobo fue responsable del saqueo colonial y del terror descrito por Joseph Conrad, pasado al cine de los ochentas en El corazón de las tinieblas, con Marlon Brando (en el papel de Kurtz) y sobre un escenario impostado de la guerra del Vietnam.

El N-VA de Flandes luce esteladas en sus actos públicos, como el separatista y facha padano, Matteo Salvini, según pudimos ver el domingo en Lombardía. Digámoslo claro: el cara triste del ayuno montserratino se lleva bien con el racismo autoritario. Es el hombre-monja del esplendor. Sus gentes resumen el carácter del resentido, que solo se sentirá feliz detestándolo todo. Muestran la querencia sanbernardina, heredera del mejor Jordi Pujol de bolsillo y sacristía, propia de un país que nunca ha dejado de revivir el exterminio milenario de los jenízaros turcos en el Bósforo. Las falanges catalanas de “la calle es nuestra” se sienten hijas de una tierra prometida, dispuesta a defender el latín, porque España debe ser cirílica por lo menos. Todo de oídas. Saber, saber, solo saben que las bravuconadas del president filoesloveno acaban donde empieza el Estado. Las autovías, los hospitales, las subvenciones o el sueldo de los funcionarios dependen de la parte catalana del Presupuesto de Sánchez, pero sus fondos no llegan a Cataluña porque la dirigencia indepe prefiere condenar a su gente al hambre por aquello de agudizar la contradicción principal, engrandecer el cisma. Dicen que Sánchez, el españolazo, no pasará ¿No será que le tienen envidia porque es más alto que ellos, tristes cabestros del contra España se vive mejor? El nacionalismo, a través de sus múltiples dispositivos discursivos e institucionales, trata de fanatizarlo todo, cegarlo, hasta convertirse en una fría máquina de señalar inocentes (disidentes) obligados a abandonar su humanidad (capacidad de relación y discurso) por simple miedo. Esta es la teoría, pero la práctica puede no llegar tan lejos debido básicamente a la flojera mental de la vanguardia indepe. El caso más significativo es el de Antoni Comín, que aseguró que la secesión entra en la última fase, la de las víctimas; algo que francamente, suena a Prats de Molló, aquella insurrección de pa sucat am oli liderada en 1926 por un Francesc Macià desgastado, seguido de cuatro reservistas, detenidos sin ningún tiro por un capitán de aquella Guardia Civil que solo obedecía al Duque de Ahumada. No hay nada más errático que un nacionalista catalán hablando de estrategia militar. A pesar de sus asilvestrados dirigentes, nuestro pueblo no ofrenda en el altar de Marte; somos más bien de Venus.

Sánchez y Marlaska lanzarán los antidisturbios contra los CDR para que el PSOE siga creciendo con un PP emparedado entre C’s y Vox, en Andalucía, laboratorio de España. La izquierda y la derecha extremas forjan ya ejemplos concomitantes a imagen de los chalecos amarillos franceses, mezcla del insumiso Mélenchon y de Le Pen, Juana de Arco, la heroína convertida en estandarte. Aquí no tardarán en aparecer un Doriot podemita, colaborador de la Francia ocupada y un Ljotic en su Déat, el izquierdoso que finalmente abrazó el fascismo. La regla del populismo es la fusión. Y de la fusión saltan los primeros chispazos, especialmente cuando una obviedad de café se viste de argumento.

¿Llega la violencia o llega solo su éxtasis discursivo? En cualquier caso, seamos listos: es mejor averiguar la cronología del crimen que limitarse a organizar su lamento.