Todo el mundo vio lo que ocurrió el 6 de enero en el Capitolio de EEUU y sin embargo no existe constancia respecto a la responsabilidad de expresidente Trump más allá de las declaraciones etílicas de su amigo el exalcalde de NY, Giuliani.

En UK, las farras de Boris Johnson en el Downing Street party, en plena epidemia, o su actual deprecio por la justicia europea cuando el primer ministro rompe ahora de palabra los acuerdos post-Brexit con la UE y abre una guerra comercial entre Irlanda del Norte, la República de Irlanda y Londres, que representa otro efecto de la misma causa, basada en la irresponsabilidad. Además, ayer mismo, Boris, el antiguo corresponsal de un célebre tabloide en Bruselas, fletó rumbo a Ruanda el primer vuelo con ciudadanos del país africano que son repatriados por haber entrado sin papeles. “¡No cesaremos nunca!”.

En España, la insólita preocupación de Macarena Olona por el libro de texto para niños de 10 años sobre la masturbación, en un cuadernillo del Ayuntamiento de Sevilla, es otra deriva del mismo exceso.

Son muchos los ejemplos en todo el mundo en los que el populismo horada, excava y socava el statu quo democrático, pero aunque tengamos clara constancia, los hechos no imprimen carácter; parecen anecdóticos en medio del caudal informativo. El gran desafío de la política actual consiste en mantener en vilo a los líderes en el poder o a los que están en el camino de obtenerlo sin destruir el statu quo, algo casi imposible.

Las democracias liberales consagradas en el siglo pasado han ido formado un espacio público en permanente expansión; no es una expansión territorial sino un crecimiento por encima de los territorios naturales y ha ido convirtiendo a las naciones en una modernidad espectral, que retrocede al mito en busca de su identidad.

Las naciones levantadas un día sobre el sacrificio y consagradas como celebración de la belleza se han convertido en el territorio que alberga los excesos populistas. Trump ampara su America fisrt en el aislacionismo de la vieja doctrina Monroe de John Quincy Adams, y Boris Johnson galvaniza la expulsión de los sin papeles en el neopatriotismo británico, escudándose en la persecución de las mafias. Vox levanta los estandartes de la patria ontológica y la extrema izquierda proclama el nefasto empoderamiento, que confunde sus programas.

La justicia retoma ahora la investigación sobre la llamada policía patriótica del Gobierno Rajoy en Andorra. El principado pirenaico deberá esclarecer la responsabilidad del expresidente del PP y de los exministros Cristóbal Montoro y Fernández Díaz en los fondos supuestamente opacos de los Pujol, con el peligro añadido del corralito para las criptomonedas. Es una nueva versión de la lamentable emboscadura de la familia del exhonorable en la que se observan las pasiones nacionales de un lado y del otro. Ni la nación española se merece la ridícula policía patriótica para perseguir un delito, ni Cataluña está en condiciones de sufrir un nuevo oprobio de los negocios del nacionalismo. Los jueces quieren saber si los políticos españoles presionaron a los Pujol para que estos reconocieran un delito de blanqueo.

La policía patriótica y el blanqueo nacionalista son dos versiones de la nación como realidad espectral. El nacionalismo español no es la solución para terminar con el nacionalismo catalán. El único camino está en la profundización democrática y la rendición de cuentas, las dos condiciones que exige la longeva Constitución del 78, que enmarca nuestras obligaciones como ciudadanos. Sin embargo, en la nación bicéfala hierve un espacio pavorosamente deshabitado que anhela el triunfo del sentimentalismo frente a los derechos.