En el salón de recibimientos de Zarzuela, Felipe VI colocó el pasado día 24 la sombra de Carlos III; en esta ocasión, lo hizo en forma de busto por aquello de que la estatua ofrece mayor solemnidad que el lienzo. Predicó el reformismo y abrió la puerta a los cambios institucionales que harán posibles las mayorías legislativas. Fue como decir: aquí tienen ustedes el rastro de Campomanes, Aranda, Floridablanca o Jovellanos entre otros ilustrados, que bajo Carlos III modernizaron la estructura del Estado y su papel motriz en la sociedad, aunque después llegaran Napoleón, las prisas, los pronunciamientos, el carlismo ultramontano, la Gloriosa de Prim y los insuficientes bienios liberales.

Mas allá de los poetas que la lloran y los profetas que la demonizan, la España de los 30 años de Carlos III fue la España ilustrada. Del mismo modo que "Ilión perdura en el hexámetro que la plañe", en palabras de Borges. No lo discutamos y dejemos a Felipe VI hacer su papel a la sombra de su memoria, donde habitan las redes de comunicación, avenidas, academias y sociedades de amigos (antecedentes de los foros económicos como el Círculo y hasta de las patronales como Fomento), que fundó su antecesor. Dejemos también otros ejemplos menos edificantes, como los Decretos de Nueva Planta, herencia de Felipe de Anjou, que suprimieron la España foral y liquidaron la Corona de Aragón hasta convertir a la vieja monarquía en un simple archivo, uno "de los más valiosos de Europa", como recordaba a menudo el jesuita Batllori.

Para que la historia duerma el sueño de los justos, salgo al paso de la mano de Leopoldo de Gregorio, que entró en España como hacendero del Rey de las Dos Sicilias, y que vivió bajo la lengua de fuego del pueblo en contra de la Ilustración. Aquel hombre, conocido aquí como Marqués de Esquilache, vio las fauces de los de abajo en tumultos de 30.000 personas diseminadas por las callejuelas del Madrid de los Austrias, sobre una capital de 100.000 habitantes. ¿Se lo imaginan? Pero a fuerza de numerosas, las manifestaciones no tienen por qué tener razón. Sobre todo entonces, tres siglos atrás, cuando el Borbón y Dos Sicilias se mostró como el rey reformador, que hoy provoca la melancolía de su descendiente, Felipe VI. Fueron treinta años fecundos de un monarca que había decidido abandonar el ornamento y abrazar el pragmatismo. Se asomó a una Europa que entonces no nos llevada todavía la ventaja que nos cobró después; protegió las artes y las letras, el fomento de la industria manufacturera incipiente, promocionó la obra civil y sobre todo reforzó dos campos: la economía y el conocimiento.

Lo que le apetece ahora a Felipe VI es reflexionar sobre la salida de la crisis y los aspectos pendientes de la modernización del país. Los litigios territoriales agotan, son como las rencillas de familia

Para llegar a la Zarauela, es preciso adentrarse en los senderos de El Pardo donde, camino de la vieja fortaleza del general, todavía se divisan, dicen las crónicas, decenas de ciervos. Los equipos de televisión que se encargan del mensaje de Navidad tienen ocasión de contemplar, desde la atalaya del edificio, el Madrid brumoso de las nieblas frías que cortan el aliento recién entrado el invierno. Cada año por estas fechas, los mensajes reales coinciden con pitotes territoriales de la España de las autonomías. Mucho antes del procés, en plena Transición, el palacio vivió los disparates de Rubial que, en plena fiebre de ETA, amenazó simbólicamente a Juan Carlos I, o los embates de Chus Viana con aquello de antes que nada "repare Gernika", como si los raids de la Legión Cóndor hubiesen recibido la orden de la Casa del Rey, que, recordémoslo, estaba en Portugal. Pujol y Roca, con mayor refinamiento, soltaron anhelos que el monarca emérito encajó sin pestañear, en los tiempos en que el nacionalismo catalán era el bueno.

Lo que le apetece ahora a Felipe VI es reflexionar sobre la salida de la crisis y los aspectos pendientes de la modernización del país. Los litigios territoriales agotan, son como las rencillas de familia. Sin saltarse la crisis constitucional, el monarca pronuncia con la mirada de "nunca he visto nada feo" (la consigna impresionista de Monet) y recibe en respuesta la fealdad de Edvard Munch (El grito), lanzada desde la teología separatista. El Rey se rinde momentáneamente; él nunca pondrá en marcha la vertu parlière, o facultad del habla, por delante del juicio.

Ya es hora de que la elocuencia vuelva a señorear los anfiteatros catalanes. Entendiendo que la invención crea su propia memoria y obliga al mensaje a plegarse en sus propios fines. Si siempre hablamos de lo mismo, llegará un día en que morirán las palabras. Si queremos restañar el daño de la división que ha convertido a Cataluña en un país demediado, deberíamos tratar de recuperar el don que conviene a las cosas cotidianas, domésticas y sacrificar la pompa oficial del procés.

Un rey nos mira con gesto amigo desde Zarzuela. Si no recuperamos con él el intercambio de la prosa cómica y privada que tuvimos con su padre, su lejanía se convertirá en olvido. La historia real de España, no la mitológica, ahonda hacia el sentido de ciudadanía, que nos legaron Jovellanos o Larra y sus descendientes, teóricos dubitativos del país que fue "furgón de cola". Fue, pero ya no es. Vivimos entre el mundo interior y el anhelo social y político externo. En este segundo, mandan los que gritan como Munch a causa del dolor que les produce ser la nación de los elegidos; en el primer estrato, se ocultan nuestros Horacio y Virgilio, que bien podrían ser Sagarra, Pla o Carles Riba o Juan Marsé, Javier Cercas y Eduardo Mendoza, gentes de letras en el sentido puro, que nunca hablaron de independencias pero que respiraban por la cultura del país real y todavía beben en los vientos de la tradición.

Démosles una oportunidad. Pertenecen a la bella cofradía de los que no forman a otros por vocación, sino que los acompañan. “Yo no educo, yo lo cuento”, escribió Montaigne en sus Ensayos.