La sociedad sanciona la estética; no está interesada en los programas políticos. El votante ya penalizó a Podemos, después del pacto de legislatura a causa de la incontinencia de Pablo Iglesias; el potencial voto izquierdista había tomado nota de la crisis de egos entre las almas de Podemos, aves de vuelo gallináceo. La constelación de adelantes, mareas y bateas sin fin resulta difícil de entender. Son grupúsculos dominados por señores de la guerra que se dejarían matar antes que ceder un milímetro de su risible botín.

Sánchez reconstruyó el consenso del bloque con la ayuda de Yolanda Díaz, una lideresa sensata, que finalmente podría estar perdiendo el tren de su nuevo proyecto. Ni en Castilla y León ni en Andalucía ha habido efecto Yolanda. España ha ensordecido. El sintagma sobrevive al predicado. Son los enunciados los que se sancionan en las urnas; el sector moderado de la derecha ha desconectado en Andalucía del verbo despótico de Macarena Olona, acompañada en sus mítines de Santiago Abascal, un hombre de desparpajo sonrojante, que se reconoce a sí mismo como el Volksgeist, el “alma del pueblo”, habitante de la dehesa y clavel reventón.

Núñez Feijóo ha ganado el partido sin bajar del autobús. La comunidad autónoma más numerosa toma el relevo al Madrid Distrito Federal, alegre émulo de Vox. Parece que nada cambia, pero todo cambia. Hasta el pasado domingo, el PP tenía dos líneas; ahora, mientras la primera, la de Ayuso, capota, la segunda se instala en la inercia vencedora de la no acción, la anti-praxis que inventó Mariano en sus paseos por Sanxenxo.

Moreno Bonilla lo ha entendido: hablar poco, olvidarse del logo y combinar el verde celadón con el amarillo desteñido; este es el secreto del éxito, el motor del nuevo darwinismo electoral. Y una cosita más: apuntarse los éxitos del empleo generados por la reforma laboral socialista, que la derecha ha hecho suya sin votarla. Cuando la izquierda se modera tanto por los miedos atávicos del señor Espada, hijo de Chaves y Griñán --el sabrá el porqué--, la derecha se zampa unos cuentos miles de votos de su competidor.

El modelo territorial de los dos grandes partidos ha dado un vuelco: Fiejóo no se enfrenta ni con Ayuso: “Que cada baronía se aguante a sí misma”. Y por su parte, Sánchez ha laminado el viejo esquema federal del socialismo para volver al despotismo ilustrado de Felipe González, solo que el presidente actual es más despótico que ilustrado.

En Moncloa hay entierro de tercera. Se niegan a relacionar el balance andaluz con el cambio de ciclo; tratan de evitar el síndrome del pato cojo, última estación del descalabro. En el despacho presidencial, alguien trató de colgar en la pared --sin conseguirlo-- una copia del cuadro de Edvard Munch, El grito, expuesto en la Galería Nacional de Oslo (Noruega). Se aproxima el vacío. Solo vale el ademán, como en el tiempo en que los tocadores y las peluquerías eran las auténticas ágoras filosóficas. Donde una palabra te condena, “un gesto te puede salvar”, dice Martín Pallín en su libro La guerra de los jueces (Catarata).

La cara es el espejo del alma y, con el semblante crispado, la gente no te vota. Así lo han constatado los dos extremismos cortos de miras: tanto la derecha de cortijo y montura, como la izquierda de la Metrópoli tribal. Tras el último consejo de ministros, en Moncloa, se quedó una ventana abierta para ventilar las penas del Sur: “Ah, si hubiese aceptado presentarse Marichu Montero en lugar de Espadas”. Y por allí se ha colado Dostoievski, el ángel que anuncia su capacidad de exterminio antes de lanzar lenguas de fuego.