La compasión carece de pudor. El acuerdo en el techo de gasto que persigue Sánchez con ERC y Ciudadanos anuncia la viabilidad de los Presupuestos y, paralelamente, inmoviliza al vicepresidente Pablo Iglesias. Moncloa mira largo, sabedora de que ningún signo en sí mismo es inocente; entre el Gobierno y el PP no hay diálogo porque el lenguaje entendible se confunde con la mediocridad, cuando no con el insulto. Descartada la oposición, aparece el argumento sonoro: a cambio de aceptar el techo de gasto, ERC recibirá una modificación exprés del delito de sedición que despenaliza a los dirigentes del procés condenados y encarcelados.

¿Es la compasión o es el juego político? Es lo segundo, por descarte de lo primero, origen de la melancolía. La política se adelanta a la compasión, una inclinación que suscita un poder oculto, cargado de moralina y de justificaciones. La política se impone pese a que su solución de reducir las penas de los presos del procés, a cambio del apoyo soberanista en el Congreso, sea muy discutible. Sánchez va surcando caminos, mientras que Pablo Casado, su única alternativa posible, va perdiendo las plumas en la “renovación tranquila” de su partido. Después de desbancar a Soraya en la pugna por la presidencia del PP, Casado anunció el regreso a la derecha verdadera, cervantinamente (supongo) calificada de centroderecha, frente a los complejos del marianismo. El inmovilismo de Rajoy se cae del pedestal por la Kitchen, el delito de lesa patria ideado por Jorge Fernández Díaz, padre de la policía patriótica, como un obsequio para su jefe al estilo de Sancho, cuando le anunció a Quijano que se había convertido en el gobernador de la Ínsula Barataria.

Casado dejó de ser eternamente joven el día que cesó a Cayetana Álvarez de Toledo; ahora reincide con el casi abandono actual de Díaz Ayuso, la presidenta cursi de las 24 banderas nacionales, “al paso alegre de la paz”. La vuelta del PP a las esencias no ha funcionado. En el frente judicial, recibe un varapalo del número dos de la Fiscalía del Estado, Luis Navajas, quien acusa a los fiscales del Supremo, que participaron en el juicio del procés, de estar contaminados ideológicamente. ¡Cómo se parecen ya nuestros altos tribunales a la Corte Suprema norteamericana! dominada por Trump, tras el fallecimiento reciente de Ruth Bader Ginsburg.

Hablar de compasión por los políticos presos está descartado, porque compadecer al otro es una forma de rebajarlo. En Cataluña llevamos diez años de gota malaya. En la embriaguez nacionalista, en la ritualización de sus mundos subterráneos, la hegemonía de unos cuantos se impuso frente al silencio de muchos. Es lo que, en su momento, el procés llamó un sol poble. Para captar adeptos, los indepes han utilizado el mito, una voz que atraviesa centurias. Al convertirnos en alcornoques --trossos de quòniam, diría Torra por efecto bumerán-- han provocado una pérdida de la individuación que deberá ser recuperada para evitar en lo posible el siguiente estado: el aislamiento; algo en lo que ya estamos inmersos, como nos confirman la economía y el mundo de la cultura. Dos ejemplos: Caixabank va camino de instalar su sede corporativa en Madrid y Barcelona va perdiendo la capitalidad mundial de las letras hispanoamericanas; una corriente incrementada en el último lustro. Se lo debemos al 1-O. A partir de ahora, superar las consecuencias de la gran mentira nacionalista empieza por no creernos distintos.

En Moncloa hay más prisa por despenalizar la sedición que por acabar el proyecto de Presupuestos Generales. En la agenda de Sánchez, una cosa va con la otra. La reforma de la sedición depende de la mayoría parlamentaria, pero los Presupuestos deben ser del agrado de Bruselas, que endurece las condiciones del paquete Next Generation UE; la Comisión exige reformas estructurales --pensiones y legislación laboral, sonsonetes eternos-- y advierte de que España no tendrá un cheque en blanco para gastar los 60.000 millones en ayudas no reembolsables.

Mientras la economía descorazona, Cataluña quiere dejar de ser el eco de sus propias lamentaciones. Nuestra sociedad está llena de múltiples interpretaciones; no existe un libreto inicial; no hallarán ningún destino, a modo de revelación; tampoco somos una nación ontológica, como defienden --sin plasmarlo por temor al descrédito intelectual-- el historiador Oriol Junqueras y los politólogos Jordi Sánchez y Raül Romeva. Ellos han operado la inversión de la mirada; recrean el resentimiento, un impulso que nace de la debilidad y va en dirección al rencor. Representan la contrarréplica de Josep Trueta y Ramon Trías Fargas, quienes, en sus respectivos momentos, hablaron de integrarse, como territorio, no como sujeto de derecho, en la Sociedad de Naciones, que hoy cumple 75 años.

Los indepes necesitan estímulos exteriores, porque solo así su causa engendra valores. Ellos inventaron esta batalla contra España, cuya atracción consiste en que quién la contempla se ve forzado a escoger bando.