La ficción supera a la realidad. Es el paradigma invertido de un siglo en el que la humanidad ya no se cruza de manos frente a los jinetes del Apocalipsis; ahora los combate, pero sin éxito. No hay lugar para el Diario del año de la peste de Daniel Defoe –“reza y espera”–, pero tampoco soluciones fáciles, como están demostrando el coronavirus y la victoria talibán en Afganistán. Carrie Mathison (Claire Danes), la oficial de operaciones de la CIA, pronosticó la toma de Kabul en la octava temporada de la serie de culto, Homeland, basada en la israelí Prisionero de guerra. Ahora medio mundo reclama la novena temporada; pero el futuro está en manos de Netflix.

La realidad se desdibuja hoy por su enorme complejidad; la ficción, en cambio, determina causas y efectos desde un laboratorio de buenos guionistas, realizadores y actores, como los de Homeland. La ficción actual se ha vuelto anterior a los hechos, lo contrario de lo que ocurría en la novela clásica: Victor Hugo publicó Los Miserables 70 años después de la toma de la Bastilla (1789), con los jacobinos en blanco y los pobres en legión; Pío Baroja no inventó a Santi Andía, se inspiró en la realidad y lo mismo cabe decir del Alonso Quijano cervantino, un caballero en desuso, inspirado en antiguos libros de caballería.

Kabul es el cementerio de muchos miles de personas que quieren huir de la mazmorra coránica. Se sabía que esto acabaría mal desde que el jefe de la Diplomacia norteamericana, Antony Blinken, camufló los informes de inteligencia en los que se advertía de la rápida reconquista talibán. Pakistán, eterno gendarme de la región, vuelve a la palestra, mientras EEUU se sume en un descalabro de consecuencias impredecibles.

“Digan España o lleven algo rojo”. Es lo que les aconseja la ministra Margarita Robles a los evacuados que no consiguen sortear el bloqueo militar del aeropuerto de Kabul. Un intento un poco pueril; sí, pero los hechos muestran que Pedro Sánchez y el Alto Representante Exterior de la UE, Josep Borrell, han hecho las cosas bien. Sánchez no mandató a tiempo, pero desde que apareció en la base de Torrejón, todo ha cambiado. Le prometió por teléfono a Biden que España acogerá a afganos evacuados por EEUU y la presidenta de la Comisión Europea, Von der Leyen, unida al PP europeo, se deshizo en halagos al líder español. Macron y la canciller Merkel la secundaron. Un bofetón para Pablo Casado que recorre la península en busca de incendios o desastres de albufera para leerle la cartilla a Moncloa.

En otoño pintan bastos para la oposición. Habrá nueva Ley de Pensiones y proyecto de Presupuestos Generales con el voto favorable de Esquerra, PNV y compañía. Hay pocas cosas tan antiestéticas como el vicepresidente de la Generalitat, Jordi Puigneró, alardeando de una nueva declaración unilateral (DUI); pero mientras su segundo ladra, Pere Aragonés se compromete con Sánchez a mantener la mayoría en el Congreso. Ya lo advertimos en su día. Sánchez tiene reflejos y este puntito de leche agria que fulmina los caballitos mar de Teodoro García Egea, entorna las cejas de Cuca Gamarra y deja a Casado desencajado sobre la árida estepa castellana.

Estamos de vuelta del saludo frío que Biden le dedicó a Sánchez en plena cumbre de la OTAN, el pasado mes de junio. Ahora el Gobierno se sentará en la mesa de Kabul, como Aznar se sentó en la de Las Azores, solo que esta vez se hablará de minimizar el desastre humanitario tras una derrota sonada, mientras que, entonces, en marzo de 2003, el trío Bush-Blair-Aznar, con Durão Barroso de anfitrión, perpetró una invasión injusta en Irak. De aquellas lluvias estos lodos.

Hay que añadir otros elementos como el hecho de que la antigua URSS invadiera Afganistán y armara a los guerrilleros pastunes en los primeros años ochenta, o que la inteligencia norteamericana se desgajara después de los marines para hacer la guerra por su cuenta en plena privatización de las agencias. Ahora, los talibán han ganado y si echamos la vista atrás recordaremos que ellos destruyeron con luz y taquígrafos dos budas gigantes esculpidos en las rocas del acantilado de Bamiyán, en Afganistán. Ocurrió en marzo del 2001, seis meses antes del atentado atroz de Bin Laden en las Torres Gemelas. Toda una premonición.