En Cataluña, la pulsión cosmopolita convive con el puritanismo de sus élites nacionalistas y ambas interactúan, como el mar y la montaña. El puritanismo, que fue la doctrina nacional de Escocia, está en la frente de Marta Rovira, señalada por Oriol Junqueras al cumplir los cien días de prisión preventiva. El espíritu del protectorado catalán (con los líderes indepes en el papel de Oliver Cromwell) hierve en sus bases tal como lo vivieron hace décadas Àngel Colom o mosén Xirinacs y tal como hoy se perpetúa en los militantes de CUP, sea cual sea su ropaje ideológico, desde el situacionismo de Anna Gabriel hasta el resistencialismo de Mireia Boya. También es muy visible en la exigencia catecúmena de los dirigentes de la ANC y de sus brigadas de combate, los Comités de Defensa de la República (CDR).

Los colectivos citados llevan la marca del resentimiento, entendido como la impotencia ante un daño sufrido. En el arranque de la hoja de ruta indepe (en 2012), la relación de poder facilitó la aparición de una estrategia de seducción por parte de la vanguardia política que aprovechó la vulnerabilidad de una ciudadanía acosada por la larga crisis económica. Y, al hilo de este argumento, podría decirse que el procés ha expresado fielmente el encuentro entre resentimiento y vulnerabilidad.

El puritanismo catalán, en manos de próceres como el desaparecido Josep Benet, engarza con la religión, especialmente con la devoción mariana de nuestros santuarios de Montserrat, Núria o la Mare de Déu del Món, entre otros. Benet, de joven, coordinó la Comisión Abad Oliba que celebró la entronización de la Moreneta en el santuario, recién terminada la guerra civil, con el general bajo palio, flanqueado de requetés. Ya de veterano, fue senador de la izquierda psuquera y más tarde se pasó sin condiciones a la familia pujolista, desde donde, a base de claroscuros, mancilló la trayectoria de Tarradellas. Benet sembró dudas sobre el regreso del exilio como hito de la Transición en Cataluña, y aquellas mismas dudas se proyectan ahora para reivindicar el falso exilio de Puigdemont.

El procés ha expresado fielmente el encuentro entre resentimiento y vulnerabilidad

En este amalgamado nacionalista del "todo vale", Puigdemont revisita la posguerra, desde la mansión belga de Waterloo (el turno cinco estrellas de Saint-Martin-le-Beau) para justificar su crítica al régimen del 78. En la distancia, historiadores como Paul Preston o Sebastian Balfour, en la London, hispanistas como Ian Gibson y exrectores como Josep Maria Bricall se ponen las manos en la cabeza ante la estulticia de los que inventan represiones y fusilamientos al amanecer donde no los hay; precisamente porque, en el 39, si los hubo.

Nuestro puritanismo tiene el toque de la Ginebra de Calvino y encaja con el neofeminismo actual que lucha contra la cosificación de la mujer liderado repentinamente por el movimiento Me too. Este último, emerge tras el caso Weinstein, cuyas prácticas han abierto la "barra libre" (expresión de Javier Marías) contra la seducción constreñida únicamente a la estrategia del depredador. El cineasta austríaco Michael Haneke, dos veces ganador de la Palma de Oro en Cannes, ha sido el último icono cultural capaz de criticar en voz alta al Me too, al tacharlo de caza de brujas y estigmatizarlo como un puritanismo teñido de odio. A partir de los dualismos establecidos, como razón-sentimiento y hombre-mujer, la razón encubre a lo masculino y desluce lo femenino. Al final, como ha escrito Daniel Innerarity, "nuestro modelo de ciudadano activo es un varón sin emociones que produce a partir de la utilidad". Y tras este modelo, sacamos la falsa conclusión de que la emocionalidad en el espacio público es una muestra de incompetencia.

La guerra de los sexos es una cuestión de poder, no de sexo. En el campo político, el puritanismo catalán utiliza el poder del Estado para esconder su miserable punto de vista intransigente. Denuncia los hipotéticos abusos de Leviatán en un ejercicio clásico del nacionalismo por el cual el héroe autoproclamado se convierte en víctima. En el campo sexual, el neofeminismo instrumental utiliza la denuncia sin matices contra lo que se interponga; es el griterío al que todos quieren sumarse, incluida la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que se pregunta en público "dónde está el feminismo dispuesto a defenderme" tras la acusación de Granados de haber estado liada con Ignacio González. Pero qué nos importan a nosotros los líos de la presidenta sub-ideologizada, o lo que diga el lampante Granados para defenderse de la indefendible corrupción del PP, en la Púnica. Es el ruido; la huella del Me too, más allá del imprescindible ejercicio de denuncia contra los prepotentes que utilizan el casting del sofá para colmar de muescas la culata de su revólver (que normalmente no funciona).

El puritanismo catalán utiliza el poder del Estado para esconder su miserable punto de vista intransigente

El nacionalismo excluyente tiraniza a su población a base de discursos en los que mezcla el puritanismo con la argucia. Así explica Aristóteles en su Política las tres armas del tirano: envilecer al súbdito; sembrar desconfianza (la división) y empobrecer al pueblo. Y justamente en la tercera argucia es donde el bloque soberanista catalán ha dado su golpe más fuerte, retirando la confianza de los inversores y espoleando la fuga de empresas. Se diría que Puigdemont es un devoto aristotélico si no supiéramos que vive en el mundo de Alicia en el país de las maravillas, con la diferencia de que Lewis Carroll inventaba para hacernos pensar y el expresident metaforiza para ganar tiempo.

Su último gag tuvo un toque paródico el pasado domingo en el carnaval de Alost (a 30 kilómetros de Bruselas). Con peluca oscura y gafas graduadas, un imitador de Puigdemont recorrió las calles de esta localidad sobre un atril, como presidente bufo de la Nueva Alianza Catalana, referencia clara al xenófobo Nueva Alianza Flamenca que le apoya. Atroz, querido Eduard Pujol: solo os quiere el facherío.