La democracia directa es la ley de la selva. Su aplicación equivale a la ritualización del caos, el arma con la que el independentismo disuelve conscientemente las instituciones. Es más destructivo someter a una sociedad por la vía cultural (nacionalismo) o religiosa (islamismo radical), que hacerlo por medios coercitivos, utilizando el monopolio de la violencia en el espacio público. Sirve de ejemplo, no analógico respecto a España, un país como Egipto, actualmente bajo el directorio militar del general Al Sisi, pero no subyugado bajo los Hermanos Musulmanes de Mursi, recién fallecido ante el tribunal que le juzgaba. El caso de Turquía permite la misma comparación: el país afrancesado y duro de Kemal Atatürk, mariscal de campo y estadista, era mucho más libre que la nación dominada hoy por el populista musulmán Erdogan, el actual presidente.

En una sociedad laica, las cadenas no entran nunca en la vida privada de los ciudadanos. Sin embargo, las ideologías sagradas, como el islamismo o el nacionalismo, imponen pautas doctrinales dentro de los ámbitos familiares; su autoritarismo invade la privacidad. Unos te exigen que escribas en catalán y los otros imponen que tu hija lleve el hijab. El nacionalismo catalán actúa como un credo divino. Es otra religión del libro (la tradición semítica de la Biblia, el Corán o la Tora), dotada de revelaciones, como las de Wifredo, aquel conde de la Cerdanya, oriundo del Conflent, herido de muerte frente a la Media Luna y asistido por todo tipo de leyendas carolingias.

Los referéndums y plebiscitos, tan queridos por los nacionalistas, son mecanismos que atentan contra la libertad. Un sufragio es modificable a voluntad del electorado, pero un referéndum determina el sistema para siempre. Queda además por resolver ¿quién formula la pregunta? Ahora, la consulta de Podemos la escribe el promotor; la cúpula del partido de Iglesias es arte y parte, como lo fue el Antiguo Régimen (mutatis mutandi) en los 25 años de paz. “En una sociedad inmanejable, la disolución de la certidumbre más que un enemigo es una constante” (Claude Lefort), con la que debemos aprender a vivir. Recuerdo con claridad meridiana al expresident Artur Mas, cuando presumía de lo bien que había escrito la pregunta del referéndum del derecho a decidir. Será economista, pero de Teoría del Estado –la que daba González Casanova en la UB– el señor Mas va muy pez.

Si Pablo Iglesias, a cambio de la coalición, acepta lo que diga Sánchez en el conflicto catalán es porque está en “condiciones de no cumplir su promesa”, escribe José Antonio Zarzalejos. Sánchez no duda de que Iglesias doblaría las banderas del referéndum de autodeterminación y las metería en un cajón. Pero, a continuación se pregunta: ¿quién nos asegura que no volvería a sacarlas, cuando menos te lo esperas? Por su parte, si Ciudadanos no acepta la “abstención patriótica”, que le ofrece Sánchez, es porque el PSOE, a lo largo de la legislatura, se verá obligado a pactos con el soberanismo, en sentido amplio, eso es, desde el PNV hasta ERC o Bildu. Sánchez ha repetido que pide la abstención a los dos grandes partidos del centro-derecha para evitar el pacto con los soberanistas, que presentaron una enmienda a la totalidad a los Presupuestos de Nadia Calviño, reventando la efímera mayoría de la moción de censura. Pero el presidente clama en el desierto.

La democracia es frágil por sistema y los movimientos identitarios son justamente lo contrario; son inmóviles y pueden empoderarse a lo largo de siglos, especialmente en el suelo yermo que dejó el Uno bajos sus herraduras. La vindicación identitaria es una planta anóxida que se refuerza a sí misma de forma automática y, si está situada en el corazón de una sociedad tolerante, la destruirá lentamente, como un cáncer. El frente identitario, se llame procés o se llame Vox (“un partido de ideales inmutables sobre España”, en palabras de Sánchez Dragó), es una barrena inexorable a lo largo del “no tiempo”, porque tiene de su parte la visión ontológica. Ante el “totalismo” soberanista –expresión que tomo prestada de Miquel Porta Perales– a los críticos solo nos queda protegernos en espacios de tránsito, como aeropuertos, supermercados, performances artísticas en el Raval, en tresillos o en salones de té, donde apenas se establecen relaciones, que además son efímeras y provisionales. “En el anonimato del no lugar es donde se experimenta solitariamente la comunidad de los destinos humanos”, dejó escrito el antropólogo francés Marc Augé, al que solo le faltó entonar la Varsoviana. Y añadió que, cuando dejamos de ser nómadas para ocupar nuestra cabaña, “tampoco estamos a salvo”. También allí, en el puesto del “emboscado” (Ernst Jünger), nos acecha el eterno ritornelo identitario.

Son solo unas gotas de los perjuicios que, como sociedad, nos inflige el nacionalismo. En lo económico, las cosas van mal, mientras crece la camarilla de los vándalos: la Cámara de Comercio tomada por la ANC. Pero frente a tal estropicio, los miembros del Consejo Consultivo de Fomento, el senado de los cien mejores, calla elegantemente sin otorgar. En los foros de opinión, como el Círculo de Economía y en cátedras y think tanks, nadie quiere desvelar, por la cuenta que le trae, que somos ya una tierra infértil. En el terreno de la política, el drama son las ausencias. De momento, la reacción del PSC está llenando de forma insuficiente el espacio que dejó Ciudadanos, un partido más preocupado ahora por inventar enemigos a los que denunciar.

Inés Arrimadas, la mujer que deslumbró por su sensatez, persigue sombras a machetazos dialécticos, mientras su partido cae en intención de voto. La bisoñez de la cúpula de Rivera acabará destruyendo la bella torre levantada en los comienzos. Los veranos alegran a los corazones desesperados. Pero no se llamen a engaño: la Cataluña de Atila, de momento, ya es residual.