Núñez Feijóo le da las llaves de la Xunta a su segundo, Alfonso Rueda, y marcha sobre Madrid. Quiere llegar en olor de multitud, montado en una silla gestatoria, levantada por sediarios pontificios, como lo hace Putin en las repúblicas autoproclamadas del Donbás, tierra de cosacos, defendidas por los tanques del Kremlin. Putin vulnera la legalidad internacional como trató de hacerlo en Cataluña ayudando al procés y, precisamente ahora, la perspectiva actual de Ucrania nos muestra lo peligrosa que fue para Europa la DUI catalana de 2017.

Mientras Casado se despeña, el tándem Ayuso-Miguel Ángel Rodríguez se envuelve en la prótesis de la comunicación, un lenguaje hiperbólico sin fin. La gobernanta y su spin doctor derrochan algoritmos para levantar consensos; ganan rápido, pero casi nunca dejan poso. Fue Hannah Arendt quien primero denunció el discurso mecánico de los populismos y defendió la condición humana, como cimiento del sentido común.

Esperamos que el nuevo jefe de filas del PP sea capaz de echar mano de la poda y el injerto para restituir el lenguaje de la elocuencia. Ansiamos escuchar en nuestros parlamentos la belleza de Ronsard, la sobriedad de Ortega, el ditirambo de Gómez de la Serna o la rotundidad de Romanones, sean cuales sean sus trincheras ideológicas. Génova trata de evitar que la bullanga y el escrache se impongan en la puerta de la sede pepera, como pasó en las calles de Barcelona durante el procés, los polvos de estos lodos.

Ahora mismo, el Govern de la Cataluña de Putin no se detiene en su desatino: blanquea a Jordi Pujol a un paso de su juicio oral por corrupción, como se vio el pasado lunes con la participación del expresident, junto a otros expresidentes autonómicos, en un acto sobre el futuro de Europa, débil pretexto. Aquí no ha pasado nada: tiro la piedra, escondo la mano y, más adelante, tiro otra piedra.

Núñez Feijóo es el más indicado para usar el alambique que destila la buena oratoria, pero teme recibir también los bastonazos, si se pone al frente en plena jauría. La auténtica libertad solo volverá si se apagan los gritos de güelfos y gibelinos. Se han girado las tornas: ahora los jacobinos son ayusistas, los girondinos de Casado huyen en desbandada y Feijóo está dispuesto a ser entronizado, como Napoleón después de los Cien Días, utilizando la desconfianza ante los privilegios mal ganados, pero sin el estremecimiento de la grandeza. De momento, le tocaría ocupar el lugar que le pertenece por derecho: la prolija combinación de liberalismo y democracia cristiana con las que se ha construido el respetable ideal conservador de la derecha europeísta de Merkel, a imagen de Konrad Adenauer, Helmut Kohl, De Gasperi, Fanfani o Andreotti.

Reclamamos la epifanía de un nuevo presente. Descartando, claro, el presunto delito inefable --por socorrido-- de Tomás, el hermano de Ayuso, que no deja impune ni a la mujer del César. Reinan el trato de favor en Sol y el espionaje en Génova. Nadie habla de estrategias ni ofrece opiniones de fondo; y ante este vacío doctrinal, en España siguen campando el nacionalpopulismo indepe, la extrema derecha de Vox y demás andróminas que nos desunen.

Casado cae en un golpe orquestado por sus camaradas; se va sin pasar por la junta nacional, como mandan los estatutos del PP. Desde la puerta, él recuerda que ganó unas primarias en un congreso extraordinario. Sí, nos acordamos, fue un sufragio corporativo-partidista, una suerte de democracia futbolística.

En la crisis actual del PP, como ocurrió en la Cataluña autoproclamada, se abre camino el primitivismo que afea la ductilidad de nuestra gramática, depositaria de la templanza y la elegancia en el gusto. Se ha gritado tanto lo de “que viene el lobo”, sin hacer nada, que ahora el lobo es nuestro vecino.