Tras la ridícula moción de Lorena Roldán, el Parlament languidece y la conflictividad amenaza, mientras los pasmarotes soberanistas agitan sus penachos. Piensan que Dios está con ellos, o por lo menos eso creen, después de su reunión-plegaria con el abad de Montserrat, el mitrado Josep María Soler. A pocos días de la sentencia del Supremo, los abanderados del nacionalismo asistieron, ante el altar mayor de la basílica, a la súplica de Torra y Laura Borràs, voz doliente y madrina sin mantilla. El nacionalismo vive, al mismo tiempo, de lo minúsculo y de realizaciones titánicas; combina la producción de materia descarbonizada (rezos por los camaradas en prisión) con el radicalismo titánico de un proyecto de ruptura que quiere dinamitar la Constitución del 78. Sus cansinos dirigentes difunden una ideología falsamente dulce sobre la utopía lenguaraz, que ellos mismos han inventado; se adueñan del “complejo de cicatriz” (Alain Roger) para convertirlo en “herida luminosa”, pensando acaso en repasar el momento shakespeariano de su drama real; confunden el paisaje con la ecología y la administración con la higiene alimentaria, a cargo del erario público.

Después del rezo llega la acción. Ya se cierne sobre nuestras cabezas una renovada muestra del clásico “a Dios rogando, pero con el mazo dando”. Es la irrupción de Tsunami Democràtic, la marca blanca de los CDR en la agitación anunciada para después de la sentencia. Los cambios del catalán-power se han hecho sistemáticos; con la ayuda de la fantasía, aparecen los chambergos de media caña, los zapatos à la poulaine para ellas y para ellos, los pantalones de pinxo con braguetas abultadas; gana el mimetismo del ser uno más, pero provisto de mirada individual; es la expresión del minimalismo colectivo sin dejar de afirmar la singularidad. Además, en la conquista de la calle, como en los salones frívolos con música de cuerda, la delgadez es la llama de los levantiscos; los cuerpos gráciles son más combativos. La ascesis del muyahidín urbano está en los ojos de los demás.

El Montserrat de Torra no es la basílica roja del abad Aureli Escarré, que cobijó a demócratas perseguidos por el Antiguo Régimen. En aquel tiempo sin libertades, las plataformas, instituciones civiles e incipientes sindicatos de clase (CCOO) se refugiaron en la corte benedictina y hasta en la Iglesia oficial de monseñor Tarancón. Ahora, el soberanismo quiere reproducir la protección purpurada de los años del hierro, aunque resulta escandaloso que, antes de abrir la puerta del cielo al Govern, la mitra haya cubierto de silencio cómplice los excesos del lobby rosa monacal. En ambos casos ¡ridículo!, porque España es una democracia consagrada por la división de poderes. Y si algo “falla” entre nosotros, los catalanes, “es la unidad del bloque constitucionalista”, afirma Manuel Valls, político de raza, una excepción en el panorama gris de nuestro paisanaje legislativo.

El toque monacal de los insurgentes se despega del glamour. El adiós al oropel y a la sofisticación nos anuncia el desapego de los combatientes, ofrecidos por sus jefes al altar del sacrificio. Un pensamiento débil, como es el soberanista, genera siempre una acción dura y desnortada de sus bases. La futilidad de los pasmarotes se convierte en frustración, en manos de los jóvenes airados. No pediré que los CDR posen desnudos para la posteridad, como hizo el primerizo Albert Rivera, copiando a Yves Saint Laurent en el lanzamiento de un perfume. Pero tampoco son hipsters de La Latina o del Raval. Los chicos de estelada, acompañados de algún ganàpia ruralizado, están lejos de los salas de arte contemporáneo del Gótico barcelonés; lejísimos del antropomorfismo indumentario de Jean Paul Gaultier y de los goces escultóricos de Jaume Plensa; su desaliño apenas rememora al inmortal Mick Jagger.

El adoquín nació en mayo para acabar en el delirio reciente de los chalecos amarillos parisinos. La piedra es el fetiche de la mercancía para los amantes del cambio radical hacia la nada. El objeto granítico emergió en la idea y murió en la rabia; aunque los chalecos de Jean-Luc Mélenchon o de Le Pen y las andanadas Tsunami democràtic no entiendan los verdaderos colores de la “rabia y de la idea” (Machado). Solo son la erupción del peor populismo, o de su extremo, el nacionalpopulismo, descontados Trump, Boris Johnson y compañía.

La miniaturización del mundo digital favorece al movimiento indepe que, después de las palabras del juez Marchena, plagará las redes de lamentos y fakes, sobre las argucias del Estado autoritario. Aquel día, los pasmarotes pondrán una pica en Flandes, con la ayuda del partido xenófobo de los flamencos, y los mitrados elevarán sus rezos en alguna capilla o en el refectorio de la basílica tantas veces utilizada. Montserrat no es el Sinaí del pueblo catalán; es un convento benedictino con una biblioteca visitada por teólogos y latinistas de todo el planeta, y además, edita la rigurosa revista cultural Serra d’Or, dedicada al diseño, arquitectura, teatro, cine, televisión o crítica literaria, comparada por expertos, en su mejor momento, a la francesa Cahiers du Cinema.

En la estólida moción de anteayer en el Parlament vimos el falso relieve de una idea de centro caída a los infiernos de la desmesura verbal, que podía haber pactado con la socialdemocracia, como lo esperaban el Eurogrupo y la Comisión. No sé si estamos a tiempo de que Mario Centeno y la presidenta de la Comisión, Von der Leyen, vean con buenos ojos al estético profesor de Unidas Podemos y al primerizo Errejón, descarrilado por el flanco de Clara Serra (lo de “divide y perderás” debieron decirlo Lenin o Flora Tristán, manda narices). La desigual izquierda de la izquierda española pone de los nervios al más pintado. Francamente, de momento, no resulta esperanzadora la versión ibérica de la jeringonza portuguesa.