Empieza la limpieza. Todo aquel que no sienta como propia la vía unilateral será apartado, empezando por Salvador Illa, el ganador de las elecciones. Nuestra particular franja será pronto un queso Emmental de autoproclamados 'indepes' dispuestos a señalar a la ciudadanía que suscribe pacíficamente la normalidad democrática del país y que cumple la ley. El Govern pone en marcha el transfer virtual de Ariel Sharon contra los constitucionalistas, pero sin armas ni violencia. Lo hace bajo una condición que es incuestionablemente antidemocrática: la ANC y el Òmnium o la misma AMI revisarán desde fuera la exigencia de unilateralidad y, si el Govern no cumple, volverán a la calle. El Consell de la República de Puigdemont se mantendrá como referencia de la internacionalización de la lucha, mientras la tutela real pasa a manos de las organizaciones civiles radicalizadas.

La ANC es el Soviet que controla al poder, al margen del Parlament atenazado por la mayoría cualificada que les confieren los escaños de la CUP a los dos socios del Govern, ERC y Junts. Pere Aragonés se convierte en el Kérenski de la revolución catalana y Jordi Sànchez, secretario general de JxCat, hace al fin de Vladimir Illich Lenin --su pueril ilusión--, con una mano en el Govern y la otra en la Asamblea. La opinión no llegará al ejecutivo desde la cámara legislativa, silenciada por la mayoría absoluta soberanista. El debate se producirá en las entidades civiles y en los medios; se trasladará al Govern puenteando al Parlament, presidido por Laura Borràs, la mujer que acepta cubrir la cámara bajo un manto de silencio, gracias al rodillo soberanista nacido en las elecciones autonómicas de hace tres meses.

Entramos de lleno en la posdemocracia marcada por la primacía de las élites sobre los parlamentos. ¿Aceptamos que una democracia abierta posibilita mil formas de presión, manifestación, protesta y hasta de bloqueo? Sí, lo aceptamos. Pero la experiencia del procés demuestra que, actuando al margen de la división de poderes, la amalgama espontánea del mundo 'indepe' es una desconsideración para el otro 50% del electorado y no garantiza un espacio público de calidad. La llamada democracia directa, la que no pasa por los filtros institucionales, no puede anteponerse a la voluntad expresada en el sufragio universal. ERC y Junts suman en la misma cámara legislativa que ningunean; y dado que suman, no tienen en cuenta al PSC ni a los Comuns. Suman, sí, pero las reglas del juego obligan a que su gobernanza se atenga a criterios de un Estado de Derecho. El Govern no puede declararse rehén de las asambleas de ciudadanos elegidas por cooptación corporativa, sin vinculación alguna a la arquitectura institucional del Estado.

Aragonès se ha puesto al enemigo en casa y le ha regalado a JxCat la cartera de Economía y la gestión de los fondos europeos. Mientras el president tratará de revitalizar la Mesa de diálogo con Madrid, JxCat decidirá sobre las subvenciones y se encargará del impulso de la economía digital y verde con los fondos de Bruselas. La deuda que ha de cubrir lo que no aporten las subvenciones directas de la UE deberá ser devuelta con cargo de la garantía del Reino de España, porque la Generalitat está fuera de mercado; las emisiones de Deuda de la Generalitat  están calificadas de bono basura por las agencias de rating internacionales. En resumen: el dinero y la capacidad para distribuirlo han sido entregados a Junts, un partido hijo de Convergència, alta expresión de la política-negocio y negación suprema de la rendición de cuentas, con altos cargos procesados por malversación.

La amenaza de la ANC ha sonado como un toque de clarín para que los dos partidos grandes cierren su acuerdo definitivo de Govern. La CUP solo es el adorno, el falso amago de un izquierdismo que se redime a golpes de nacionalismo, principio teológico del drama catalán. Los plataformeros utilizan el sistema de legitimación para depender y reprender a sus mayores, Junts y Esquerra; y cuando el Govern les da la razón (siempre se la da por el imperativo de la aritmética parlamentaria), ellos argumentan, como los frailes: Roma locuta, causa finita.

El procés levantó un gran edificio sobre arenas movedizas y parece no haber aprendido. ¿O sí? Aprendió a cerrar al país entero en un esquema preconcebido que solo reconoce el catalán como lengua propia y una manera de sentir dotada de turgencias piadosas llamadas a envolverlo todo en una nube de contrición y fervor. Es la Cataluña cristiana --desde el ultramontano Torres i Bages hasta el último cura progre-- algo que irá tomando cuerpo del mismo modo que se llegó a la declaración de Israel como “estado judío” lanzada por Netanyahu, en 2014. Conviene recordar que esta tipificación sustituyó por ley a la de “Estado democrático”.

En el mundo indepe se agazapan los que quieren transitar de la legitimidad a una suerte de teocracia. Hay ciudadanas (os), como Pilar Rahola, que utilizan de espejo a Golda Meir, aquella lejana líder intransigente de Israel, que fue sustituida por el bueno de Isaak Rabin, asesinado por simpatizantes del partido ultra. Quienes así piensan desconocen realmente el dolor del progromo sefardí en España, aunque, eso sí, les puede el corazón. Pero Cataluña no es una nación celestial; no es un pueblo escogido ni Montserrat es “nuestro Sinaí”.