La política catalana es el hábitat del homo democraticus condenado a la incertidumbre. El bloque independentista ha erosionado nuestros sistemas de legitimación, hasta el punto de que la Montaña –Catalunya en Comú, el Podemos catalán– lanza una resolución en el Parlament que trata de abolir la monarquía a la que se suman JxCat y ERC, con la abstención de la CUP. La nobleza de esgrima, PSC, PP y Ciudadanos, llega tarde y sin respuesta, algo que empieza a ser una maldita costumbre. El trío constitucionalista nunca propone, no se anticipa, solo responde a estímulos. Torra aprovecha la confusión para anunciar un apocalipsis a la espera del escrito de la Fiscalía. Dice, en privado, que es contrario a la división de poderes por amor a la libertad. Con la palabra en la boca, Torra es el Lafayette catalán que predica la vuelta a la unilateralidad, el lenguaje único del homenaje a Lluís Companys, burda apología de aquel 6 de octubre del 34, el mayor fracaso de nuestra historia.

Retóricamente ebrio de acción directa y al mentón del adversario, la actitud del president confirma que “la democracia es demasiado importante como para dejarla en manos de políticos”, como escribió Philip Petit. En pocos días, ha dinamitado de palabra todos los puentes. Hoy sabemos que los del procés lo habían diseñado todo en cuatro fases: gesta, martirio, pobreza y, finalmente, implosión. En un espacio de tiempo corto, han podrido la arquitectura de la economía del conocimiento: los laboratorios aplazan su investigación, las fundaciones científicas optan por el aggiormamento, los institutos universitarios están inmóviles, la matrícula real en las escuelas de negocios sufre un bajón, etc. El separatismo sabe a qué juega. Si no nos quitamos de encima a esta gente, pronto seremos una enana blanca, una de las estrellas que colapsan.

El derrumbe económico catalán está a la vuelta de la esquina. El Govern aprovecha la opción bilateral para captar 3.000 millones de euros de los inciertos presupuestos del 2019, que están en sus manos, y acepta los 800 millones en inversión contemplada en la famosa disposición adicional tercera del Estatut recurrido. Al dinero nunca le hacemos ascos.

Sánchez ha sido capaz de mostrar seguridad por encima de su baja representatividad parlamentaria, pero ahora se sobrecarga de argumentos para conseguir que las formaciones indepes firmen los presupuestos. El atorrante Torra ha dejado la política en manos del placer; no gestiona y se pasa días enteros en la distopía de un mundo infantilizado e indeseable; se ilusiona pensando que al monarca, la espada se le ha escapado de las manos. Sueña en los bosques de cedros y castaños que fueron testigos de la pólvora del rey emérito. Repasa una y mil veces la última lección de “populismo cualitativo”, el imaginario de una sociedad  concernida en una voluntad común, bajo el falso paradigma som un poble, con el que nos avergüenza ante media Europa el impúdico Puigdemont.

Hoy, en la Casa dels Canonges, se practica el nativismo de “masa”, aquella configuración idílica que combatió Elias Canetti a base de razón. A los que carecen de identidad, el fascismo les ofrece la nación: el mejor pueblo del mundo, los mejores ciudadanos, el mejor militante. Y en este magma naufraga el modelo urbano de Barcelona, en manos del colaboracionismo de Ada Colau, que probablemente será superada por los que pugnan con más empeño (la candidatura de Ernest Maragall en las municipales) por hacerse con un Estado propio, vertical y basado en el control del territorio.

En el sueño nacionalista que hoy se prefigura, las ciudades serán demolidas por el terruño; será el fin de los ciudadanos individualmente considerados. La mitología pairalista de la Cataluña medieval volverá para ser reconvertida en un escenario idílico de medio ambiente impoluto, neofuturismo gimnástico (castellers), culto al cuerpo, oposición al intruso como justificación del  racismo blando y juventudes de parroquia y sacristía. Antes de implosionar tendremos tiempo de ser la nueva Baviera, ambientalista florero, reaccionaria e integrista hasta la médula, que ha señoreado Horst Seehofer, ministro del Interior en Berlín. Esta Baviera catalana encajaría perfectamente con las corrientes europeas cerriles que se desprenden de infraestructuras incómodas bajo el lema No in my backyard (no, en mi patio trasero). Los políticos del cinturón de hierro –el austríaco Sebastian Kurz, Matteo Salvini, Orban de Hungría y el alemán Horst Seehofer– esperan el abrazo del oso panda catalán, pero no se atreven a proclamar sus virtudes delante de una Comisión harta de sus excesos.

Tal es el vestigio de la marca catalana: brío, raza y cara de buen chico. Solo así se justifica la tozudez de nuestros empecinados dirigentes y el estrabismo moral de nuestros exégetas, cuando se trata de justificar al sol poble de JxCat y ERC frente a los defectos de la España que ellos consideran digna de ángeles exterminadores. Sin advertir claro que el centro toca el futuro a manos llenas, mientras nosotros aplazamos el mañana.