Las cenas en casa de Carles Vilarrubí y Sol Daurella, que se celebraban la noche antes del clásico Barça-Madrid en los años gloriosos eran de rechupete. A ellas acudía en pleno la ciudad de los prodigios y nunca faltaba un invitado de honor: Florentino Pérez, presidente del Real Madrid. El hombre de ACS espiaba el ambiente de sobradez que respiraban entonces los directivos del Barça; repartía parabienes y exhibía humildad deportiva; incluso se adaptó a los brindis que acababan glosando al exultante procés, recién iniciado.

Allí, Florentino se conjuró al estilo de Escarlata O’Hara. Pasado el tiempo, el balance de la última década es este: cinco Champions para el Madrid frente una para el Barça. La meritocracia ha destrozado a la autocomplacencia, “de un país que grita más un gol que una injusticia” (dijo Forges, inventor de modismos). El equipo capitalino se apoyó en la administración para revalorizar el balance de Concha Espina número uno. Pero, díganme, ¿quién no se apoyaría en estas muletas de tenerlas a mano? La batalla Madrid-Barça ha sido una guerra entre un lobista de primera y los dueños del colmado de la esquina; entre el fútbol martillo del Madrid y el juego filigranero del Barça, que cayó de lo alto al vender su alma a ilustres veteranos auríferos.

En el escenario de la Hacienda Pública, los rifirrafes entre el Govern y Madrid destacan la insuficiente inversión pública del Estado en Cataluña. El soberanismo ha mostrado dos caminos: va al ataque a costa de generar un corralito financiero, como ocurrió en 2017, o da marcha atrás y se queja por el déficit fiscal, esgrimiendo la moribunda disposición adicional tercera del Estatut. Hasta el mismo Ximo Puig, en Valencia, es más audaz con su agenda polifónica y federalizante.

En Cataluña, los bancos privados se han ido para siempre. “Incluso en una hipotética situación muy autonomista o de independencia y aun permaneciendo en la UE, las entidades financieras se inclinarían hacia un progresivo desplazamiento del centro de gravedad fuera de Cataluña”, señala el informe Conseqüències econòmiques i financeres dels diferents escenaris de la relació Catalunya-Espanya editado por el Institut d'Estudis de l'Autogovern. No es una cuestión de permanecer en el euro; es pura desconfianza de las entidades en nuestros gobernantes.

Nos hemos acostumbrado a una sociedad bifronte, entre la política y el fútbol --lo sabe bien el conseller Jaume Giró, que perteneció a la candidatura de Laporta antes de su ocupar su actual cargo-- y, ahora, ambas cosas viven el fin de una era. Desde que el Barça es una iglesia herética, nos ha caído la del pulpo. Convertir a un club transversal en un nido del independentismo tiene un precio. Ahora, el Barça sigue inmerso en una quiebra que le obliga a vender activos, cuyo valor se deprecia día a día. La política y el futbol venden ilusión, pero solo alcanzan el éxito a base de buena gestión. El nacionalismo y el Barça están mal gestionados desde el fer país de Pujol y los morenos de Núñez. Y que conste que aquellas cenas maravillosas de Vilarrubí y Daurella no tienen nada que ver con la debacle de la última junta.

En fin, si Laporta no lo evita vendiendo la cubertería de plata, vienen años de penumbra, resiliencia y sardanes a l’Estadi amb ball de bastons el día de la patrona. Me niego; prefiero pensar en que volveremos.