París, metáfora de Europa, se desploma. La calle es la cólera de un niño que exige el caramelo en la boca, frente al presidente Macron, el higienista de soluciones asépticas. La cara del desafío a las élites son los pasamontañas de en Marche; las cabezas rapadas de Le Pen; los gorros frigios de la banlieu conversa y laica (que la hay), y multitud de curiosos en un interface en el que abundan transportistas de la cornisa normanda, tractoristas del Rosellón y gentes del Midi, tan amantes del ruido, como de la buena mesa y la tauromaquia. Una melé, vamos, ante la que Macron y su primer ministro han retrocedido.

El ejemplo de Francia explica que la política de hoy no acomoda las aspiraciones de los ciudadanos desde que se descompusieron el socialismo y el republicanismo. En Cataluña pasa lo mismo desde que Convergència se diluyó en PDeCAT y el socialismo perdió su fuerza, a causa de un empacho de catalanidad. ¿Y qué queda hoy? La pugna estéril entre un constitucionalismo desunido y el purpurado encadenado, Oriol Junqueras, el dirigente que rechaza las cámaras legislativas y exige una relación solo plebiscitaria con su pueblo. ¿Y en medio? La desolación: El PDeCAT desnortado de Waterloo; el municipalismo de Forn y Elsa Artadi, como estrategia para amortizar a Quim Torra, el Tartufo, con celda reservada en el monasterio de Montserrat; la silla del dirigente de peso para sustituir a la Artadi, si se va --se lo propusieron a Francesc Homs y dijo que no, y ahora Damià Calvet se lo está pensando--, el regreso a los escenarios de Artur Mas y de sus alcaldes mediopensionistas, como Ferran Mascarell (una cabeza de tal calibre echada a perder) o Jordi Graupera o cualquier otro… Y claro, la izquierda gazmoña y fácil, fácil, fácil, que solo habla de principios, como Colau y su letanía de Comuns en barbecho. Sin olvidar a Manuel Valls, sabiamente asesorado, pero sesgado al “yo digo lo que pienso”, como en la noche del Premio Nadal en la que reaccionó contra Marc Artigau por hablar de presos y exiliados. Aquí, dos y dos no son cuatro, y Valls tampoco pilla el precio que se paga por echar las verdades a la cara: “esto es culpa tuya” le dijo al expresident, Artur Mas, en la noche de los Premios en un céntrico hotel barcelonés. Bien pensado, pero mal traído.

Y para resumir las sesiones de municipalismo que nos esperan, conviene recordar que en el fondo de pista hay cabeza de cartel tosco, de veu tremolosa y trista: Ernest Maragall, la falsa astucia pacata de ERC, un partido curón, curón donde los haya, que ganará las municipales de Barcelona, según los sondeos. Y bien podría ser que, en mayo, mande Ernest, el patito feo de un tiempo que hoy nos parece prehistórico, una época en la que su hermano Pasqual gobernaba la ciudad con dulzura y razón.

Las cañerías de la prisión arremolinan el agua en noches de invierno y desprenden un sonido chirrión característico. En horas de vigilia, las noticias de fuera se cuecen en el esófago del preso. La extrema derecha española ha entrado en el juego constitucional, en un momento en que el soberanismo está en buena sintonía con los gobiernos europeos que renunciaron a firmar el Pacto Mundial de las Migraciones. Torra y Puigdemont mantienen amistades insanas con dirigentes poujadistas (el tenderismo reaccionario de Pierre Poujade, en la Francia del medio siglo) y las qualunquistas, del Fronte dell'Uomo Qualunque (Frente del Hombre Común), continuador, bajo este epígrafe aparentemente ñoño, de las brigadas negras de Mussolini. Pues bien, es la hora de refutar estas aproximaciones. A la postre, la vuelta a la normalidad del nacionalismo solo exige peajes sencillos, unidos al ejercicio del derecho a la praxis política, bajo el imperio de la ley.

Al final de la escapada la política indepe deberá dar un giro copernicano que le distancie de los hechos delictivos. Nadie tendrá que prescindir de sus principios, pero empieza a ser hora de exigirle al populismo, sea nacionalista catalán o nativista como Vox, que muestre su dragón escondido debajo del pisapapeles. Algo parecido a la Operación Tel Quel, la marcha atrás de la insurrección juvenil de los sesentas por parte de intelectuales desbordados, cuyas teorías monumentales fueron sorprendidas por los sucesos, que no consiguieron anticipar. Después del Mayo, la antología telqueliana estuvo encabezada por indiscutibles, como Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Derrida y Julia Kristeva. Tel Quel fue seguramente el mejor ejemplo de un grupo inspirador catapultado a la fama (también ellos rozaron los cargos penales y algunos conocieron la prisión). No cambiaron el mundo, pero acaso lo hicieron más permeable.